LOS MÉDICOS RURALES
Ser médico rural en otros tiempos, era
casi una acción de heroísmo en muchos lugares de nuestros valles y villas
pasiegas. Eran tiempos difíciles, en los que no había vehículos para poder
desplazarse allá donde se requerían sus servicios, tampoco carreteras tal y
como las conocemos hoy en día. Si algún vecino en las cabeceras de las montañas
enfermaba, el doctor tenía que subir a visitarlo, bien a caballo y muchas veces
en mulos, pues estos animales se prestaban mejor para la dificultad del terreno,
incluso por muchos lugares tenían que ir andando debido a lo abrupto del lugar.
Daba igual que fuese verano o invierno, noche o día, ellos se debían al
paciente y a su juramento hipocrático. Que es el siguiente: “Como miembro de la
profesión médica, prometo solemnemente: Dedicar mi vida al servicio de la
humanidad; Velar ante todo por la salud y el bienestar de mis pacientes; Respetar la
autonomía y dignidad de mis pacientes; Velar con el máximo respeto por la vida
humana; No permitir que consideraciones de edad, enfermedad o incapacidad,
credo, origen étnico, sexo, nacionalidad, afiliación política, raza,
orientación sexual, clase social o cualquier otro factor se interpongan entre
mis deberes y mis pacientes; Guardar y respetar los secretos que se me hayan
confiado, incluso después del fallecimiento de mis pacientes; Ejercer mi
profesión con conciencia y dignidad, conforme a la buena práctica médica;
Promover el honor y las nobles tradiciones de la profesión médica; Otorgar a
mis maestros, colegas y estudiantes el respeto y la gratitud que merecen;
Compartir mis conocimientos médicos en beneficio del paciente y del avance de
la salud; Cuidar de mi propia salud, bienestar y capacidades para prestar una
atención médica del más alto nivel; No emplear mis conocimientos médicos para
violar los derechos humanos y las libertades ciudadanas, ni siquiera bajo
amenaza.” Hago esta promesa solemne y libremente, empeñando mi palabra de
honor.
Este juramento define claramente los principios y deberes que debe
asumir todo facultativo.
Antiguamente los médicos rurales eran contratados por los ayuntamientos,
pero en la mayoría de los casos sus ingresos se veían acrecentados con los
pagos privados de las familias para su tratamiento, es decir, pagaban las
“igualas” que en el valle de Carriedo se llamaba pagar los “salarios” al médico
y estos pagos se hacían una vez al año, posteriormente las familias gozaban de
la consulta gratuita durante el año abonado.
Estos galenos se entregaban en cuerpo y alma a sus vecinos ante los
problemas que surgían, denunciaban las carencias de la administración local, y
se dedicaban muy especialmente a los más desfavorecidos. Siempre he oído decir
a mis mayores, que en nuestros valles había médicos muy generosos, que cuando
veían la necesidad extrema de sus pacientes se negaban a cobrar por sus
servicios. Mi amigo Marcos, un señor entrado en años, y con grandes vivencias,
me contó que un médico rural del valle de Cayón, en cierta ocasión fue a
atender a una vecina muy pobre, era la más necesitada del pueblo, se encontraba
muy enferma y en gran medida se debía a su debilidad por la falta de
alimentación, cuando le preguntaron por sus honorarios, él dio largas y les
dijo que hablarían de ello cuando se restableciera totalmente, le recetó caldo
de gallina y una buena alimentación a base de carne y legumbres, esto suponía
un problema para la familia, pues no disponían de dinero para poder comprar dichos
alimentos, pero dieron el para bien al doctor, se las ingeniarían para poderlos
adquirir. Despidieron al galeno y cual fue su sorpresa que al acomodar a la
paciente en la cama, vieron con gran asombro que debajo de la almohada había un
billete. El doctor les había regalado dinero para comprar la comida y medicinas
que había recetado. Así eran muchos médicos de antaño, por encima de sus
intereses, estaba el amor por su profesión y la caridad para con sus pacientes
más vulnerables.
En el valle de Carriedo hubo un gran médico, alguien que ha dejado
huella en su andadura como galeno, persona sencilla y campechana. Yo tengo el
honor de que él ayudase a traerme al mundo y en momentos de dificultad
sanitaria en mi familia, siempre estuvo ahí, no importaba si tenía que hacer
guardia toda la noche por un alumbramiento, y después cuando lo iban a pagar y
preguntaban cuanto debían por sus honorarios, pues aunque ya hubiesen pagado el
“salario”, las atenciones y el tiempo dedicados por el médico eran muchas, pero
él con toda la naturalidad y sencillez del mundo decía: “Nada, ya está pagado,
pero si me das un trozo de tocino, yo te lo agradezco, tengo muchas bocas que
alimentar” Así era la personalidad del doctor D. Juan Venero, propietario del palacio de Donadío
de Selaya.