domingo, 24 de julio de 2022

 





   AMÍLCAR, UN ARTISTA DE LA MADERA.

     Muchos han sido los artesanos de la madera en nuestros pueblos. Yo tuve el privilegio de vivir cerca y frecuentar la casa de uno de ellos. Recuerdo en el valle de Cayón, justo enfrente de mi hogar, había una casa típica montañesa, rodeada de un alto muro de cerramiento, con un grueso portón de madera que daba paso al patio empedrado. En mi niñez, siempre pensé que era igualito que las calles de Santillana del Mar. Según se accedía a este corral se podía observar la magnífica casona montañesa con dos arcos de piedra. Al costado derecho, el lugar de trabajo en el verano de Amílcar, en el lado izquierdo, las cuadras con un apartado para el trabajo en el invierno, al calor de los animales, un candil iluminaba el lugar en las noches oscuras. Junto a las cuadras estaba la casita de los pobres, como yo la llamaba, una habitación siempre lista, con una cama, una mesilla de noche, una mesa dispuesta para servir un plato de comida, y una silla, todo estaba preparado por si algún mendigo pasaba por allí. Junto a la casita de los pobres, se encontraban cubiertos por un tejado en otro hueco de estas estancias, el pozo, construido artesanalmente con grandes losas de piedra y un aro de hierro lo remataba, al lado, un gran fregadero de cantería, donde se hacía la colada o lavaba la ropa de la familia. Este apartado constaba de tres piezas, el pozo, el lavadero, y, por último, el bebedero para las vacas, que era otra gran piedra a la que se le había dado forma, y donde se les administraba tan preciado líquido. Junto a este curioso rincón se hallaba el horno, todo ello formado por estancias contiguas y cubierto por el mismo tejado. El horno ya muy deteriorado, sirvió para hacer el pan en otros tiempos, asar carne y otros menesteres.

     Me encantaba ver a Amílcar trabajar la madera, tenía colocadas estratégicamente todas sus herramientas, algunas veces me pedía que se las acercase, desde muy pequeñita me enseñó sus nombres y que utilidad tenía cada una de ellas. Usaba con más frecuencia las gubias, formones, escofinas, limas, sierras y serruchos, cepillo, mazo, martillo y tenazas. Muy características eran sus obras a las que daba forma de animales, con vivos colores, pájaros y serpientes lo que más trabajaba, y como ojos les ponía unos clavos o alfileres, dependiendo del tamaño del animal. Estas figuras por lo general estaban destinadas a ser el mango de cachavas o bastones, pero también servían como figuras de adorno. Con frecuencia se podía ver a Amílcar con un montón de palos y maderas al hombro o debajo del brazo. Las más apreciadas para él, eran las que tenían formas naturales, a las que sacaba gran partido. Las pelaba cuando estaban verdes, pues siempre me decía que era más fácil y le llevaba menos tiempo que cuando estaban secas.

      En cierta ocasión me hizo una mesa de noche muy original, en la base tenía una tabla cuadrada, utilizó un tronco en espiral como pie, le puso una balda redonda, continuó con el tronco en espiral, y en la parte superior una tabla cuadrada tallada. Era preciosa. No se le resistía nada, pues en su cocina había cantidad de utensilios de madera fabricados por él. Cucharas, tenedores, cuencos, almirez. En los armarios colgaban infinidad de perchas artesanales salidas de su taller, pero lo que más me gustaba, era un cuadro tallado en madera, representaba a un matrimonio de campesinos entradito en años, sentados en una cocina junto a la chimenea, en él, había una mesa con sillas y una ventana en la que a través de los cristales se observaba el campo y un árbol, el perro dormía a los pies de sus dueños, estaba pintado con colores muy apropiados. Me dijeron que con esta obra había participado en un concurso de la época y había ganado un premio. Algo que no me extrañó pues era muy hermoso. También había tallado una reproducción de la portalada de la casa solariega de Los Cuetos en Sobremazas, Medio Cudeyo, por la cual ganó otro premio en un concurso cuando nuestro protagonista de hoy era joven.

     Los Reyes Magos siempre me regalaban en su casa juguetes muy originales, no se parecían en nada a los de mis amigos, en mi inocencia no lo comprendía, pero pasados los años los aprecié y guardé con mucho celo. Eran auténticas joyas artesanales, talladas con mucha dosis de cariño, paciencia y secretismo.

     Aún podemos encontrar en nuestros pueblos a estos artesanos que nos dejan boquiabiertos cuando los observamos trabajar, y en mi caso, me devuelven a esos felices años compartidos con un gran artesano de la madera.

    


domingo, 10 de julio de 2022

 





   LOS MÉDICOS RURALES

     Ser médico rural en otros tiempos, era casi una acción de heroísmo en muchos lugares de nuestros valles y villas pasiegas. Eran tiempos difíciles, en los que no había vehículos para poder desplazarse allá donde se requerían sus servicios, tampoco carreteras tal y como las conocemos hoy en día. Si algún vecino en las cabeceras de las montañas enfermaba, el doctor tenía que subir a visitarlo, bien a caballo y muchas veces en mulos, pues estos animales se prestaban mejor para la dificultad del terreno, incluso por muchos lugares tenían que ir andando debido a lo abrupto del lugar. Daba igual que fuese verano o invierno, noche o día, ellos se debían al paciente y a su juramento hipocrático. Que es el siguiente: “Como miembro de la profesión médica, prometo solemnemente: Dedicar mi vida al servicio de la humanidad; Velar ante todo por la salud y el bienestar de mis pacientes; Respetar la autonomía y dignidad de mis pacientes; Velar con el máximo respeto por la vida humana; No permitir que consideraciones de edad, enfermedad o incapacidad, credo, origen étnico, sexo, nacionalidad, afiliación política, raza, orientación sexual, clase social o cualquier otro factor se interpongan entre mis deberes y mis pacientes; Guardar y respetar los secretos que se me hayan confiado, incluso después del fallecimiento de mis pacientes; Ejercer mi profesión con conciencia y dignidad, conforme a la buena práctica médica; Promover el honor y las nobles tradiciones de la profesión médica; Otorgar a mis maestros, colegas y estudiantes el respeto y la gratitud que merecen; Compartir mis conocimientos médicos en beneficio del paciente y del avance de la salud; Cuidar de mi propia salud, bienestar y capacidades para prestar una atención médica del más alto nivel; No emplear mis conocimientos médicos para violar los derechos humanos y las libertades ciudadanas, ni siquiera bajo amenaza.” Hago esta promesa solemne y libremente, empeñando mi palabra de honor.

     Este juramento define claramente los principios y deberes que debe asumir todo facultativo.

     Antiguamente los médicos rurales eran contratados por los ayuntamientos, pero en la mayoría de los casos sus ingresos se veían acrecentados con los pagos privados de las familias para su tratamiento, es decir, pagaban las “igualas” que en el valle de Carriedo se llamaba pagar los “salarios” al médico y estos pagos se hacían una vez al año, posteriormente las familias gozaban de la consulta gratuita durante el año abonado.

     Estos galenos se entregaban en cuerpo y alma a sus vecinos ante los problemas que surgían, denunciaban las carencias de la administración local, y se dedicaban muy especialmente a los más desfavorecidos. Siempre he oído decir a mis mayores, que en nuestros valles había médicos muy generosos, que cuando veían la necesidad extrema de sus pacientes se negaban a cobrar por sus servicios. Mi amigo Marcos, un señor entrado en años, y con grandes vivencias, me contó que un médico rural del valle de Cayón, en cierta ocasión fue a atender a una vecina muy pobre, era la más necesitada del pueblo, se encontraba muy enferma y en gran medida se debía a su debilidad por la falta de alimentación, cuando le preguntaron por sus honorarios, él dio largas y les dijo que hablarían de ello cuando se restableciera totalmente, le recetó caldo de gallina y una buena alimentación a base de carne y legumbres, esto suponía un problema para la familia, pues no disponían de dinero para poder comprar dichos alimentos, pero dieron el para bien al doctor, se las ingeniarían para poderlos adquirir. Despidieron al galeno y cual fue su sorpresa que al acomodar a la paciente en la cama, vieron con gran asombro que debajo de la almohada había un billete. El doctor les había regalado dinero para comprar la comida y medicinas que había recetado. Así eran muchos médicos de antaño, por encima de sus intereses, estaba el amor por su profesión y la caridad para con sus pacientes más vulnerables.

     En el valle de Carriedo hubo un gran médico, alguien que ha dejado huella en su andadura como galeno, persona sencilla y campechana. Yo tengo el honor de que él ayudase a traerme al mundo y en momentos de dificultad sanitaria en mi familia, siempre estuvo ahí, no importaba si tenía que hacer guardia toda la noche por un alumbramiento, y después cuando lo iban a pagar y preguntaban cuanto debían por sus honorarios, pues aunque ya hubiesen pagado el “salario”, las atenciones y el tiempo dedicados por el médico eran muchas, pero él con toda la naturalidad y sencillez del mundo decía: “Nada, ya está pagado, pero si me das un trozo de tocino, yo te lo agradezco, tengo muchas bocas que alimentar” Así era la personalidad del doctor D. Juan Venero, propietario del palacio de Donadío de Selaya.