miércoles, 30 de diciembre de 2015

"ALFONSO Y ZORRI"

     Se acerca el día de Reyes, millones de niños y de adultos tendrán un montón de juguetes y regalos, pero también habrá muchos niños en el mundo que no recibirán nada, pues las economías de sus padres apenas dan para mal vivir.

      Este pequeño relato está basado sobre un hecho real. 

      Hace varios años, estando yo en Sevilla, hubo un niño de familia muy pobre que escribió una carta a los Reyes Magos de Oriente y por equivocación depositó la carta en el buzón de un banco. 

      Este hecho me hizo escribir esta pequeña historia ambientada en un pueblo de Sevilla.         La historia de este niño no tuvo un final feliz como todos hubiésemos querido, pues el niño olvidó poner en su cartita la dirección. 

      Me llenó de dolor esa carta escrita con la inocencia de un niño que nunca había tenido juguetes, ni él, ni sus hermanos. "Yo sé, que como todos los años no me traeréis regalos, pues los regalos y juguetes solo son para los niños ricos y yo soy un niño pobre, pero bueno, por si acaso yo os pido para mis hermanos y para mí...". 

     La historia de este niño desconocido, perfectamente pudo haber tenido un final feliz como la de esta pequeña historia totalmente inventada por mí, si el niño hubiese puesto su dirección en la cartita a los Reyes Magos. Pero por desgracia un año más se quedaron sin regalos.

                                 "ALFONSO Y ZORRI"  

     Alfonso vivía con su padre Antonio y su madre Rocío y con sus siete hermanos, Ángeles, Tomás, Alfredo, Pedro, Rosa, Pilar y Felipe.
     Él era el tercero de los hermanos. Las edades de los ocho hijos de Antonio y Rocío oscilaban entre los once años del mayor y los tres meses del pequeño.

     Los padres de Alfonso eran muy pobres, vivían en un poblado cercano a Los Palacios y Villafranca en Sevilla. Se dedicaban al cultivo de una muy pequeña parcela de algodón. Antonio iba como jornalero allí donde lo llamaban, ya fuese para la recogida del algodón como para la cosecha de la aceituna o la vendimia de la uva. Todo trabajo era poco para poder traer dinero a Rocío que por más que hacía cuentas y más cuentas, de aquí quitaba para poner allí, nunca podía llegar a finales de mes.

     En el tiempo de cosecha del algodón, Alfonso y sus hermanos recorrían las carreteras de Sevilla con unos sacos e iban recogiendo el algodón que los tractores perdían por el camino, después lo venderían en la Cooperativa del Trobal, y aunque poco, algo sacaban para poder ayudar a sus padres en su precaria economía.

     Vivían en una casita muy pequeña y blanca. Rocío era una mujer muy trabajadora, se pasaba todo el día limpiando, cocinando y cosiendo para hacer de su humilde casa un lugar acogedor.

     Alfonso y sus hermanos nunca habían tenido más juguetes que los que su abuelo Felipe les había hecho allá en Utrera.
     El abuelo trabajaba muy bien la madera, pero, como ellos, él también era pobre. Por eso los juguetes de Alfonso y sus hermanos los tenía que confeccionar con mucho amor y no poca paciencia. El abuelo aprovechaba las formas de la madera a tallar, generalmente de olivo, y unas veces hacía carros tirados por caballos, otras muñecas con sus peinetas, algunas veces también coches, pero lo que mejor le salía eran los animales. Él gustaba tallar con su vieja y querida navaja los trozos de madera dándoles formas de animales preferentemente pájaros y serpientes, después con unas tintas especiales les pintaba con alegres coloridos. Entre sus herramientas tenía y guardaba con gran recelo, gubias, cuchillos de talla, azuelas, raspines, limas, punzones...

     El abuelo Felipe no escatimaba esfuerzos pues sabía que serían los únicos juguetes que sus muy queridos nietos iban a poder tener. ¡Que desgracia más grande es ser pobre!. Se decía el anciano.

     Pero Alfonso tenía un muy preciado tesoro.  Estando un día en el Cortijo de unos señores hacendados de Los Palacios, había un perrito de caza que se había enfermado y lo iban a sacrificar. El niño llorando les pidió que no lo hiciesen y el señor de la hacienda se compadeció de él y se lo regaló. Alfonso llevó su perrito a casa y lo bautizó con el nombre Zorri. Lo cuidó día y noche, pero Zorri necesitaba los cuidados de un veterinario y ellos eran pobres, no tenían dinero para poder pagar los servicios de un especialista en animales, ni tampoco para comprar los medicamentos. El chico lloraba en silencio sosteniendo en sus brazos a Zorri, mientras su cabecita no dejaba de pensar cómo podría salvar a su amiguito que lo miraba con ojos suplicantes.

     Al lado de la casa de Alfonso, había unas cuadras de cría y doma de caballos pura sangre y se le ocurrió la idea de ir a pedirles trabajo. Él sabía que allí acudía con frecuencia el veterinario para reconocer a los caballos y se ofreció para ayudar a quitar el estiércol, a cambio no quería dinero, sólo que el veterinario curase a su perro. De este modo Zorri pudo ser atendido por D. Andrés el veterinario de los caballos. Él mismo le dio los medicamentos, a cambio de ello, el niño debería quitar el estiércol durante un mes.

     Zorri muy pronto comenzó a tener mejoría y en una semana ya saltaba y corría detrás de su dueño demostrándole así su agradecimiento y ese amor incondicional que sólo los animales y muy especialmente los perros saben dar.

     Alfonso iba todos los días a quitar el estiércol a los caballos, lo hacía con una responsabilidad tal, que el dueño se hizo gran amigo de él, lo dejaba acercarse a los caballos e incluso lo dejó montarlos, pues el muchacho demostraba un gran amor hacia los animales , sus horas más felices eran las que ocupaba con Zorri y con los caballos, los cepillaba y los hablaba como si de personas se tratase.
     Los animales en cuanto oían su voz o advertían su presencia relinchaban y movían sus cabezas en señal de saludo, y una alegría especial salía de ellos.
     El mes en que Alfonso debía limpiar el estiércol terminó, pero él siguió visitando y ayudando a limpiar los caballos , porque ya los había cogido cariño y no quería dejar de estar con ellos. A cambio el dueño D. Adrián le dejaba montar todos los días un ratito y le daba la comida para su perrito.

     El perrito se convirtió en su amigo inseparable, allá donde estaba Alfonso, se encontraba Zorri, tenía gran inteligencia y destreza, algunas veces Antonio, el padre del muchacho, iba de caza con unos amigos del Trobal, que tenían un Coto en Huelva, cerca de Almonte, y lo llevaba . No había conejo que se le resistiese al perro. Era la admiración de los cazadores, a todos les hubiese gustado tener un perro así, cariñoso, alegre y diestro en la caza. Pero Zorri sólo era de Alfonso.

     Debido a la pobreza de su familia, cuando el niño salía del colegio también iba a trabajar, ayudando a los cangrejeros a recoger los cangrejos de las marismas, después los llevarían a la Cooperativa de Los Palacios donde los prepararían para su comercialización.      Por este trabajo recibía noventa euros al mes, que si bien no era mucho, si aliviaba un poquito la economía de la familia.

     Pero Alfonso a pesar de sus muchos quehaceres no abandonaba sus estudios, y aunque por lo general estaba ya muy cansado, después de la cena se refugiaba en la cocina, único lugar en que podía estudiar sin que su familia lo molestase, pues la casa era muy pequeña para diez personas, y la cocina era el único lugar que se quedaba vacío después de la cena familiar ya que todos se retiraban a sus habitaciones y si era verano o hacía calor salían a la calle con las sillas y se sentaban en las aceras para refrescar y hablar con los vecinos.

     Alfonso soñaba que si era un buen estudiante, algún día podrían dejar de ser pobres. Si estudiaba mucho, aunque tuviese que trabajar tendría una carrera como D.Andrés el veterinario que le salvó a Zorri o como D. Vicente el maestro que tanto le quería, o como D. José Manuel el director del banco que cuando le veía le daba caramelos.
     Todos ellos han tenido que estudiar mucho se decía, pero ahora a pesar de que también tienen que trabajar duro, tienen un trabajo digno y sus familias no pasan necesidades  ni son pobres como nosotros. Sus hijos pueden estudiar sin tener que trabajar, y sus mujeres tienen lavadoras que lavan solas, y vestidos bonitos y joyas y sus hijos tienen muchos juguetes.
     Yo tengo que estudiar se decía, para poder comprarle a mi madre una lavadora para que no se le pongan las manos malas como las tiene ahora, y la compraré vestidos bonitos como tienen las demás mujeres, también la compraré un collar y sortijas, y a mi padre un coche, y yo le compraré a D. Adrián esos caballos tan bonitos y los pasearé en La Feria.
     Estos pensamientos hacían que Alfonso estudiase con un gran amor propio y le convertían en el alumno más aventajado de la clase.

     Ya era diciembre y todos los escaparates del pueblo estaban adornados con motivos navideños.
     Las jugueterías tenían expuestos sus mejores juguetes, ordenadores, videojuegos, trenes eléctricos, muñecas, futbolines,  ¡hay tantos juguetes bonitos! se decía Alfonso que pegado al escaparate los observaba. Pero sólo eran para los niños ricos, y con la mirada triste miraba a Zorri, que como leyendo sus pensamientos, le tiraba del pantalón en dirección contraria al escaparate.
     Alfonso miraba a Zorri y sonriendo pensaba, bueno, si bien no puedo tener juguetes, te tengo a ti, no te cambio por los mejores juguetes del mundo. Y felices regresaron a su casa.

     Pero al llegar se encontraron con que su madre, se había caído fregando la cocina, fracturándose la cadera, estaba ingresada en el Hospital Balmes de Sevilla. La situación era grave, pues aunque el Hospital lo pagaba la Seguridad Social, su padre no tenía dinero para los viajes a Sevilla y las comidas, pues Rocío tendría que estar ingresada unos meses en el Hospital.
     Por otro lado, ahora los ingresos eran casi nulos por no ser época de trabajos, y Antonio no tenía a quien pedirle dinero prestado, pues con su situación tan precaria ¿quién querría prestárselo?. Sólo había una solución posible. Javier estaba encaprichado con Zorri y le pagaba bien. No quedaba más remedio que vender el perro.
     Alfonso al oír esto quiso morir. Su dolor fue tan grande que no pudo evitar llorar y decir que él nunca vendería a su perro. Lo abrazó contra sí para que no se lo llevasen. Antonio trató de convencerle, si no lo vendían, su madre tendría que estar sola en el Hospital durante meses y por otro lado Alfonso podría ver a Zorri siempre que quisiera. Con lágrimas en los ojos y pensando en su madre se abrazó a su perrito y le dijo: "Ya lo has oído todo, tengo que separarme de ti por el bien de mamá. Pero te juro que algún día te compraré, y ya nunca, nunca, me separarán de ti".

     Aquella noche Alfonso no durmió nada, se la pasó llorando, por un lado su madre querida en el Hospital y por otro había perdido a Zorri ¿Por qué tenemos que sufrir tanto los pobres?. ¿Por qué hemos de perder lo único que tenemos en el mundo?.

     Al día siguiente al pasar por la plaza del pueblo vio a los Reyes Magos en un escaparate y esto le dio la idea de escribirles una carta, ésta era su única salida.

     "Queridos Reyes Magos, soy Alfonso, como sabéis soy un niño pobre y nunca me habéis traído juguetes. Yo ya sé que los juguetes solo se los traéis a los niños ricos, aunque ellos ya tienen muchos y nosotros no tenemos ninguno. Este año por si acaso me los queréis traer, os quiero pedir algo muy especial. Yo os prometo que si me lo traéis siempre seré un niño bueno, y estudiaré mucho, y trabajaré para ayudar a mis padres hasta que no pueda más, no contestaré y seré muy, muy, bueno. Por favor Reyes Magos devolverme a Zorri, mi padre le ha tenido que vender para poder acompañar a mamá que está malita en el Hospital. Mi perrito está en casa de Javier. Por favor devolvérmelo, y si no os es molestia traerle algo también a mis hermanos, aunque sean regalos humildes, les hará mucha ilusión, porque nunca hemos tenido juguetes de verdad, solo los que nos hace el abuelo Felipe de madera que también son muy bonitos aunque no son juguetes de verdad. Os quiero mucho. Pero por favor, no os olvidéis de Zorri".

     Una vez escrita la carta, Alfonso la metió en el buzón. Pero en vez de ponerla en Correos la echó en la sucursal del Banco, sin saber que no era Correos.

     Al ir a recoger la correspondencia el director se encontró la carta dirigida a los Reyes Magos, la leyó diciendo a sus compañeros, "mirar nos han mandado una carta para los Reyes Magos", y con gran curiosidad la leyó en voz alta. Al terminar de leerla sus caras reflejaban la tristeza de tener entre sus manos una carta que reflejaba el dolor y la desesperación ante la impotencia que da la pobreza.

 El director decidió pegar la carta en un lugar visible del Banco y puso una hucha debajo, todos los clientes que entraron en el Banco la leyeron y dieron un donativo para poder comprar regalos a los niños. Para que pudiesen tener juguetes de verdad aunque sólo fuese una vez en la vida.

      Comprados los juguetes para Alfonso y sus hermanos. D. José Manuel  y sus compañeros fueron a hablar con Javier y le enseñaron la carta. Quisieron comprar a Zorri, pero Javier se negó. "No señores, este es mi regalo de Reyes para Alfonso". Si hubiese sabido que le causaría tanto dolor nunca hubiese comprado a Zorri.

     La noche de Reyes fue la noche más feliz para Alfonso al recuperar a Zorri, que llegó adornado con un gran lazo azul, dando saltos de alegría al reencontrarse con su amo. Lo mismo sintieron sus hermanos al recibir sus primeros juguetes de verdad y el padre recibió un sobre de Los Reyes Magos y al abrirlo vio con lágrimas en los ojos que contenía mil euros con una nota que decía "Para los gastos más urgentes".

      Pero quienes sin duda experimentaron también una gran alegría esa noche, fueron todos aquellos que con sus donativos hicieron posible una auténtica Noche de Reyes a unos niños extremadamente pobres.

                                                   Gilda Ruiloba.