EL CINE Y EL CIRCO DE BARRIO
Hoy en todas las casas tenemos televisión,
pero esto hace años era impensable. En Cayón éramos privilegiados pues
contábamos con dos cines, el Imperio en Santa María y El Gran Casino en Sarón.
No obstante, varias veces llegó a mi pueblo de La Abadilla un cine ambulante y
se instalaba en mi barrio, y esto revolucionaba a los vecinos. Todos los niños
queríamos asistir, y nuestros padres ante la novedad del espectáculo nos
acompañaban. Recuerdo que instalaban una gran pantalla y frente a ella multitud
de sillas que los vecinos íbamos ocupando según llegábamos. Hacían sorteos, con
la entrada vendían unas tiras de colores con varios números, y en un lugar
privilegiado donde se posaban las miradas de los curiosos espectadores,
exponían regalos ostentosamente adornados, eran muy llamativos, unas veces
cestas con muchos productos, siendo la envidia de quienes los observaban,
algunas veces también había juguetes, todos, niños y mayores soñábamos por unos
momentos que todo aquello podía ser
nuestro, pero como es lógico solo había un agraciado, que se ponía contentísimo
cuando le tocaba, mientras los demás
sufrían ese pequeño desencanto.
En una de esas jornadas de cine en el
barrio sucedió una anécdota muy triste, yo era muy pequeñita, tal vez tres
añitos, pero lo recuerdo con mucha claridad y tristeza. En aquella época los
panaderos servían el pan puerta a puerta, al igual que ahora, pero no eran
camionetas su modo de transporte, se utilizaban carruajes con un caballo, me
parece estar viéndolos aparcados en la Estación de Sarón, uno tras otro, entre
los árboles de plátano de sombra, que eran muy comunes en la zona de Cayón.
Estos pueden vivir hasta trescientos años, y sus hojas protegen tanto del sol
como del frío.
Los carros venían cargados de panes,
tortas y gallofas. El panadero traía una
especie de pequeña trompeta que hacía sonar al llegar al barrio. En invierno se
cubrían las piernas con una manta o plástico si llovía mucho, y lo mismo hacían
con los animales. Por mi casa pasaba un
joven con su carro y caballo, yo observaba al animal pues siempre me han
gustado mucho. Una noche de otoño hizo mucho viento y se desprendieron los
cables de la luz, con tan mala suerte que el caballo los pisó y se electrocutó
muriendo en el acto. Para mí fue un disgusto muy grande, pues ese caballo que
yo admiraba todos los días desde el balcón de mi casa, mientras mi madre
compraba el pan no volvería nunca más. En mi infancia no podía comprender muy
bien el sentido de la muerte, pero la cruel realidad te lo hace entender con
rapidez. Hubo gran revolución entre los vecinos, al fin decidieron cavar una
zanja entre dos árboles de la plaza, concretamente acacias, junto a una pared, después arrastraron al
desafortunado caballo y lo enterraron. Aún lo recuerdo con mucha pena.
Ese día apareció el cine ambulante y a
todos los niños del barrio nos llevaron a ver la película, tal vez nuestros
padres se pusieron de acuerdo para que olvidásemos en lo posible la tragedia
vivida ese día.
También vino alguna vez el circo, este era
modesto, no tenía animales, había malabaristas, gente que hacía magia, pero lo
que más nos gustaba a los niños y no veíamos el momento que comenzasen, pues
siempre los dejaban para los últimos, eran los payasos. ¡Como nos hacían reír!
Era muy divertido. Mis padres nos habían llevado varias veces a ver el Circo
Atlas de los Hermanos Tonetti y claro, esto eran palabras mayores, era muy
difícil superarlos. Ver a Manolo y José Villa del Río actuando, era troncharte
de risa, Nolo el clown de cara blanca, en el papel de más serio y cabal y Pepe
con esa gracia innata, que hacía de payaso tonto y desgarbado. Aún me parece
verle en su papel de sardinera. Fueron dos santanderinos que hicieron historia
en el circo.
Pero como muchas cosas, con la modernidad, (esta vez la llegada de la televisión a las casas) tanto los cines como los
circos entraron en crisis y muchos se vieron obligados a desaparecer. Este fue
el caso del Circo Atlas, que tras estar en lo más alto, sucumbió y en 1982 se
vio abocado a echar el cierre. Manolo, nuestro Nolo, sufrió una crisis nerviosa
y tras una gran depresión, al mes de cerrar el circo, el sábado 4 de diciembre
de 1982 a primeras horas de la tarde, cuando contaba con 54 años se suicidó en
Algete, cerca de Madrid. En el Sardinero tienen un monumento muy merecido, y
cuando los observamos, una sonrisa llena de nostalgia y admiración ilumina
nuestro rostro.