AMÍLCAR, UN ARTISTA DE LA MADERA.
Muchos han sido los artesanos de la madera
en nuestros pueblos. Yo tuve el privilegio de vivir cerca y frecuentar la casa
de uno de ellos. Recuerdo en el valle de Cayón, justo enfrente de mi hogar,
había una casa típica montañesa, rodeada de un alto muro de cerramiento, con un
grueso portón de madera que daba paso al patio empedrado. En mi niñez, siempre
pensé que era igualito que las calles de Santillana del Mar. Según se accedía a
este corral se podía observar la magnífica casona montañesa con dos arcos de
piedra. Al costado derecho, el lugar de trabajo en el verano de Amílcar, en el
lado izquierdo, las cuadras con un apartado para el trabajo en el invierno, al
calor de los animales, un candil iluminaba el lugar en las noches oscuras.
Junto a las cuadras estaba la casita de los pobres, como yo la llamaba, una
habitación siempre lista, con una cama, una mesilla de noche, una mesa
dispuesta para servir un plato de comida, y una silla, todo estaba preparado
por si algún mendigo pasaba por allí. Junto a la casita de los pobres, se
encontraban cubiertos por un tejado en otro hueco de estas estancias, el pozo,
construido artesanalmente con grandes losas de piedra y un aro de hierro lo
remataba, al lado, un gran fregadero de cantería, donde se hacía la colada o
lavaba la ropa de la familia. Este apartado constaba de tres piezas, el pozo,
el lavadero, y, por último, el bebedero para las vacas, que era otra gran
piedra a la que se le había dado forma, y donde se les administraba tan preciado
líquido. Junto a este curioso rincón se hallaba el horno, todo ello formado por
estancias contiguas y cubierto por el mismo tejado. El horno ya muy deteriorado,
sirvió para hacer el pan en otros tiempos, asar carne y otros menesteres.
Me encantaba ver a Amílcar trabajar la
madera, tenía colocadas estratégicamente todas sus herramientas, algunas veces
me pedía que se las acercase, desde muy pequeñita me enseñó sus nombres y que
utilidad tenía cada una de ellas. Usaba con más frecuencia las gubias, formones,
escofinas, limas, sierras y serruchos, cepillo, mazo, martillo y tenazas. Muy
características eran sus obras a las que daba forma de animales, con vivos
colores, pájaros y serpientes lo que más trabajaba, y como ojos les ponía unos
clavos o alfileres, dependiendo del tamaño del animal. Estas figuras por lo
general estaban destinadas a ser el mango de cachavas o bastones, pero también
servían como figuras de adorno. Con frecuencia se podía ver a Amílcar con un
montón de palos y maderas al hombro o debajo del brazo. Las más apreciadas para
él, eran las que tenían formas naturales, a las que sacaba gran partido. Las
pelaba cuando estaban verdes, pues siempre me decía que era más fácil y le
llevaba menos tiempo que cuando estaban secas.
En
cierta ocasión me hizo una mesa de noche muy original, en la base tenía una
tabla cuadrada, utilizó un tronco en espiral como pie, le puso una balda
redonda, continuó con el tronco en espiral, y en la parte superior una tabla
cuadrada tallada. Era preciosa. No se le resistía nada, pues en su cocina había
cantidad de utensilios de madera fabricados por él. Cucharas, tenedores, cuencos,
almirez. En los armarios colgaban infinidad de perchas artesanales salidas de
su taller, pero lo que más me gustaba, era un cuadro tallado en madera,
representaba a un matrimonio de campesinos entradito en años, sentados en una
cocina junto a la chimenea, en él, había una mesa con sillas y una ventana en
la que a través de los cristales se observaba el campo y un árbol, el perro
dormía a los pies de sus dueños, estaba pintado con colores muy apropiados. Me
dijeron que con esta obra había participado en un concurso de la época y había ganado
un premio. Algo que no me extrañó pues era muy hermoso. También había tallado
una reproducción de la portalada de la casa solariega de Los Cuetos en
Sobremazas, Medio Cudeyo, por la cual ganó otro premio en un concurso cuando
nuestro protagonista de hoy era joven.
Los Reyes Magos siempre me regalaban en su
casa juguetes muy originales, no se parecían en nada a los de mis amigos, en mi
inocencia no lo comprendía, pero pasados los años los aprecié y guardé con
mucho celo. Eran auténticas joyas artesanales, talladas con mucha dosis de
cariño, paciencia y secretismo.
Aún podemos encontrar en nuestros pueblos a
estos artesanos que nos dejan boquiabiertos cuando los observamos trabajar, y
en mi caso, me devuelven a esos felices años compartidos con un gran artesano
de la madera.