domingo, 16 de octubre de 2022

 



EL LUTO EN NUESTROS VALLES

     Recientemente mirando el álbum familiar me topé con unas imágenes que me hicieron reflexionar, y pensé que en esta ocasión las cosas han cambiado para bien. Vi unas fotografías de una niña de cuatro años, vestida de luto riguroso y un gran lazo negro en su cabeza, pues su madre había muerto. ¿Cómo podía suceder algo así? Era muy pequeñita. Esto me llevó a reflexionar y recordar otros tiempos, cuando la mayoría de las mujeres de la edad de mi abuela vestían de negro y ya no se deshacían de este color. Vestidos, delantal, pañuelo, medias, zapatillas e incluso la ropa interior, todo era de ese color. No lo hacían por elegancia, todo lo contrario, era luto. Podían tener cincuenta o sesenta años y ya parecían unas ancianas.

       Recuerdo ver a mis vecinas en Cayón como teñían la ropa cuando algún familiar fallecía. En la calle, en baldes de agua sobre el fuego añadían un tinte que consistía en unas pastillas negras. Las compraban en la tienda del pueblo o en la droguería Quindos en Sarón, y las envolvían en un trapo, posteriormente introducían la ropa y la iban dando vueltas en el agua caliente, con un palo, mientras las prendas iban tomando el color negro. Seguidamente las dejaban enfriar, y después las aclaraban poniendo en el agua vinagre y sal, pregunté el porqué del vinagre y la sal, pues no entendía como se le podía echar cosas que eran para cocinar. La respuesta vino con una sonrisa, el vinagre es para dar brillo a la ropa y la sal para que el tinte no se corriese.

     El color negro para el luto se remonta a la época de los romanos, posteriormente se cambió al blanco y en tiempos de los Reyes Católicos se volvió a introducir el color negro. Los monarcas fueron muy rígidos en el protocolo del luto, tanto que incluso el Concilio de Toledo lo reprobó.

     Las mujeres siempre han sido las más perjudicadas en los lutos ya que lo han llevado durante largos años. Había tiempos establecidos, si fallecía el marido, esposa o hijos sería de dos años; para los padres un año; y seis meses para los hermanos y abuelos. Una señora mayor del valle de Carriedo me comentaba que en su pueblo eran más severos ya que por los esposos el luto podía durar toda la vida, por los padres tres años y en el caso de los hermanos lo normal eran dos años. En este tiempo debían de ir de luto riguroso y finalizado el periodo acostumbrado, ya estaba permitido vestir de alivio, es decir, color gris, malva, morado o combinado con blanco. Tampoco podían llevar cualquier joya, estas debían de ser con piedras negras u oscuras, como el azabache, la amatista y el ónice.

     Los hombres pasados el primer año llevaban una cinta negra en la solapa de la chaqueta y en el sombrero.  Los gemelos tenían que ser negros. También señalaban el luto con corbatas negras o un botón en la solapa e incluso un triángulo de tela del mismo color.

     Cuando estaban de luto no podían acudir a fiestas, bailes, bodas o lugares de diversión. Las bodas familiares se aplazaban o se hacían en la más estricta intimidad. Los hombres no podían acudir al bar o a las tabernas.

     Y todo esto en muchas ocasiones se veía agravado con el fallecimiento de varios miembros de la misma familia. Recuerdo oír de niña en una de esas tertulias de vecinas que hablaban de una señora que estaba soltera porque “la pobre” decían, se pasó la juventud de luto, primero se murió el padre, después la abuela, más tarde dos tías y así varios familiares más, que la robaron la juventud.

     Los lutos comenzaron a desaparecer a mediados de los años sesenta del siglo pasado. Las mujeres más atrevidas que dieron el primer paso para terminar con esta penosa tradición, no estuvieron exentas de críticas por parte de sus vecinas, en especial de las más mayores, pero poco a poco, fue siendo imitado por el resto del vecindario convirtiéndose así en algo normal.

     En los lutos hemos avanzado positivamente. El dolor se lleva en el corazón, no en las ropas, cuando perdemos a un ser querido es cuando más necesitamos la compañía de nuestros amigos para superar la tristeza, y no estar encerrados a cal y canto.

    

 


domingo, 2 de octubre de 2022

 



EL HUSO Y LA RUECA

     Recientemente acudí a ver una obra de teatro en el valle de Carriedo, más concretamente en Selaya, me sorprendí muy gratamente al ver que una de las actrices principales era una excompañera del colegio de los Sagrados Corazones de Argomilla de Cayón, colegio ya desaparecido. ¡Cuantos años habían pasado! Ella sigue siendo una gran actriz. Recuerdo que al finalizar uno de los cursos, creo que yo tenía entonces 10 años, hicimos una obra de teatro, “La bella durmiente del bosque”. Esta compañera era la princesa en la obra, la función estaba basada en un cuento que Charles Perrault escribió en el año 1697. Una de las Hadas, la malvada, por venganza de no haber sido invitada al bautizo de la princesa, la maldijo de la siguiente manera:Cuando cumpla quince o dieciséis años se pinchará el dedo con un huso de una rueca y morirá”.

     Al ver a mi excompañera vino a mi mente esta escena, y todo esto me ha recordado mis visitas, esas que tanto me gustaban hacer al desván familiar. Allí se podían encontrar cosas muy curiosas y antiguas, entre ellas había una rueca y un huso de hilar, totalmente desaparecidos en estos tiempos. El huso era un instrumento utilizado para el hilado a mano para retorcer y devanar el hilo que se va formando en la rueca. Era una pieza de hierro, que también podía ser de madera, de forma cilíndrica y alargada. La rueca era el torno de hilar, generalmente una vara delgada de caña u otra madera ligera, con un armazón en sus extremos, servía como soporte para la fibra del algodón, cáñamo, lana o lino que se hilaba.

     Este oficio, ya desaparecido, como era el de las hilanderas y tejedores en nuestros valles, se practicaba cuando se esquilaban las ovejas y carneros, esto se hacía una vez al año al terminar la primavera. La lana se aprovechaba si era menester, para hacer los colchones del hogar con la sobrante o almacenada, las hilanderas tejían, primeramente, cardaban con dos tablas de madera con puntas de alambre e iban peinando la lana, quitando los nudos y desechos, y de este modo obtenían los vellones de lana. Tenemos constancia que hace ocho mil años los vellones eran de color marrón. El vellón de una oveja madura tiene un peso de 4,5 a 7,7 kilos por esquila con una longitud de fibra de 8,9 a 15 centímetros de larga. Para tejer una manta de 1,20 metros por 0,90 m. Se necesitaban 2 kilos de vellón. La lana una vez elaborada se podía doblar en vueltas iguales y recibía el nombre de madejas. Por el contrario, el ovillo es cuando está enrollada en forma de pelota u óvalo. Para tejer con lana es necesario hacer ovillos. Recuerdo en mi infancia cuando se compraba la lana en madejas, estando en casa de Pepa Sánchez, mi vecina, a quien yo quería como a mi abuela, en muchas ocasiones me ponía las madejas en las muñecas, con la separación del largo de éstas, mientras ella devanaba haciendo los ovillos para poder tejer.

      El puerto de Santander fue testigo en los siglos XIV y XV del comercio entre Castilla y Europa, muy especialmente con Flandes donde existía una importante relación comercial ya que Castilla exportaba gran cantidad de lana, principalmente de raza merina, y en Flandes se manufacturaban paños de gran calidad y se exportaba a gran escala. Igualmente hubo un importante contacto comercial con Francia e Inglaterra, fue una época dorada para el comercio de la lana y textil que conectaba con el mercado de ferias interiores de Castilla, siendo la semilla del auge económico del reino. Han sido muy famosas las Ferias de Medina del Campo (1404/5) y curiosamente en este lugar se utilizó por primera vez la “Letra de cambio”. Medina de Rioseco (1423) y Villalón (1434) han sido las ferias más famosas del comercio de la lana. 

     Hace sesenta años era muy habitual ver en los barrios de Cayón, en el verano o cuando hacía buen tiempo, a las vecinas tejiendo a la sombra, concretamente en mi barrio de San Antonio, bajo el castaño de Amílcar y posteriormente, en el Cajigal bajo la cajiga ya desaparecida en el centro del barrio. Las vecinas se reunían por las tardes y era muy habitual verlas tejiendo con lana, bien a ganchillo o punto. En el invierno algunas también se reunían en sus casas y aprovechaban para tomarse un rico café mientras cosían o tejían y se ponían al día de las últimas noticias, pues entonces no existía el internet. En aquellos tiempos ellas se encargaban de confeccionar las chaquetas, jerséis, bufandas e incluso calcetines para la familia, había también quienes competían por hacer la manta más bonita, o esas preciosas colchas de ganchillo, mientras nosotros, sus hijos, jugábamos cerca de ellas. Las abuelas y tías también tejían con mucho cariño, siempre recuerdo a mi abuela Isabel y a mi tía Gloria en Villacarriedo, tejiéndonos esos preciosos jerséis a punto, a mi hermano y a mí.  Las prendas interiores para la “niña” con sus lacitos de colores y que después todas las vecinas copiaban, poniéndome, dicho sea de paso, de muy mal humor, pues para poder copiar el punto no dudaban en quitarme el vestido o subírmelo. Como han cambiado los tiempos. Actualmente es muy raro ver a las mamás tejiendo, se compra todo confeccionado, y el tiempo libre se dedica para jugar con el teléfono, el ordenador o la Tablet.  También es cierto que la mayoría de las madres trabajan fuera de casa, algo que hace sesenta años y muchos más, no era así en la mayoría de los casos.


domingo, 18 de septiembre de 2022

 



CARROS Y CARRETAS EN NUESTROS VALLES

     Hace unos días estaba sentada en mi terraza, cuando un ruido llamó mi atención, era un tractor. Como han cambiado las cosas pensé, el primero lo vi camino a Andalucía, y recuerdo que me sorprendió, era enorme, pero claro, en los campos de Castilla todo era diferente.

      No hace muchos años por mi barrio pasaban cantidad de carros tirados por burros, mulos o caballos. Era frecuente ver a los dueños sentados en ellos con sus dalles, bieldos y rastrillas cuando iban al verde o a la yerba para sus vacas. ¿Qué nos ha quedado de todo eso?, nada, todo ha cambiado con rapidez, apenas hay vacas en los pueblos, la entrada en el Mercado Común lo cambió todo, nuestra vida y costumbres de siempre, dejaron de tener sentido para dar paso a la modernidad, antes en la mayoría de las casas de los actuales valles pasiegos había una pequeña ganadería, hoy han dado paso a las cuadras más grandes y modernas, en muchos casos con cientos de cabezas de ganado. Todos sus útiles de trabajo se han modernizado haciendo desaparecer a los viejos, entre ellos los carros y carretas. Si es caso los podemos observar como adorno de alguna casa particular o en algún museo.

     Recuerdo que en mi infancia me llamaban mucho la atención cuando iba a Santander con mi padre y abuelo, a comprar género para sus negocios, al atravesar la calle Marqués de la Hermida, entonces la mayoría de las calles no estaban asfaltadas, sino adoquinadas, y esto, me incomodaba, pues el coche al dejar la carretera alquitranada e introducirse entre adoquines, rebotaba muy molestamente. Al final de la calle, ya en el puerto había cantidad de carretas con sus caballos y éstos tenían colgados de la cabeza a la altura de la boca unos sacos, yo en mi inocencia preguntaba ¿por qué? Mi padre con toda la paciencia del mundo me explicaba que ahí tenían su alimento, su pienso, y como pasaban muchas horas trabajando, tirando de las carretas, así se podían alimentar y coger fuerzas. Ahí estaban los carreteros trabajando en el puerto con sus carruajes, que cargaban con sacos o cajones, pero sin duda alguna el que más me llamó la atención fue uno fúnebre, nunca había visto algo igual, recuerdo que nos cruzamos con él en La Rampa Sotileza, era majestuoso y estaba tirado por dos caballos negros que en la cabeza llevaban una especie de plumas del mismo color, hoy pienso que el fallecido debía de ser alguien muy importante. Nunca antes había visto nada igual, ni en Cayón ni en el valle de Carriedo, donde pasaba muchos momentos en casa de mis abuelos.

     Había varios tipos de carros, estaba el de varas, en el medio se amarraba al animal, caballo, mulo o burro. Recuerdo a mis vecinos cuando amarraban el caballo al carro para salir al campo a hacer las labores. Sobre su lomo ponían una manta, creo que era para que el caballo no se hiciese daño al ponerle encima el baste que se ajustaba al animal mediante la cincha y sobrecincha, esto se hacía para que no se corriese hacia adelante, especialmente si había bajadas en la marcha. El atalaje que se usaba generalmente en este tipo de carros era la brida, que sostenía el bocado al que estaban unidas las riendas que servían para dirigir al animal. A mí me encantaba cuando me llevaba algún vecino en el carro conducir las riendas, me enseñaban que si quería ir a la derecha debía tirar de la rienda derecha, a la izquierda, de la izquierda, con suavidad, pero con firmeza. Para seguir recto simplemente, dejar hacer al équido. Otra parte era el collerón, sobre él se ejercía el esfuerzo de tracción que se transmitía al vehículo por medio de los tirantes. Una silla y los órganos accesorios, indispensables para sostener las varas y contener el carruaje en las paradas y pendientes. También estaba el carro de yugo, en él se enganchaban por delante, por lo general los bueyes y vacas, aunque este tipo de carro yo ya no lo conocí, en mi infancia prácticamente habían desaparecido. La carreta era tirada por yuntas de bueyes y vacas. Aunque los más habituales eran los carros de mulas.

     Este medio de transporte era el habitual en tiempos no muy lejanos, tanto para llevar mercancías dentro de nuestros valles como para llevarlos a otras provincias, donde había paradas para intercambiar a los animales ya cansados por otros más frescos. Luego existían también los carruajes para pasajeros como las diligencias o carruajes de paseo. 

     Los años han pasado y con ellos los carros y carretas que han dado paso a los vehículos de tracción mecánica. Los carreteros es otro oficio que ha desaparecido totalmente, no obstante, no se ha borrado su recuerdo, pues ha dejado huella en nuestro refranero popular ¿quién no ha oído decir? "Hablas como un carretero", " Juras como un carretero", " Fumas como un carretero".

 


domingo, 4 de septiembre de 2022

 




EL CINE Y EL CIRCO DE BARRIO

     Hoy en todas las casas tenemos televisión, pero esto hace años era impensable. En Cayón éramos privilegiados pues contábamos con dos cines, el Imperio en Santa María y El Gran Casino en Sarón. No obstante, varias veces llegó a mi pueblo de La Abadilla un cine ambulante y se instalaba en mi barrio, y esto revolucionaba a los vecinos. Todos los niños queríamos asistir, y nuestros padres ante la novedad del espectáculo nos acompañaban. Recuerdo que instalaban una gran pantalla y frente a ella multitud de sillas que los vecinos íbamos ocupando según llegábamos. Hacían sorteos, con la entrada vendían unas tiras de colores con varios números, y en un lugar privilegiado donde se posaban las miradas de los curiosos espectadores, exponían regalos ostentosamente adornados, eran muy llamativos, unas veces cestas con muchos productos, siendo la envidia de quienes los observaban, algunas veces también había juguetes, todos, niños y mayores soñábamos por unos momentos  que todo aquello podía ser nuestro, pero como es lógico solo había un agraciado, que se ponía contentísimo cuando le tocaba, mientras  los demás sufrían ese pequeño desencanto.

     En una de esas jornadas de cine en el barrio sucedió una anécdota muy triste, yo era muy pequeñita, tal vez tres añitos, pero lo recuerdo con mucha claridad y tristeza. En aquella época los panaderos servían el pan puerta a puerta, al igual que ahora, pero no eran camionetas su modo de transporte, se utilizaban carruajes con un caballo, me parece estar viéndolos aparcados en la Estación de Sarón, uno tras otro, entre los árboles de plátano de sombra, que eran muy comunes en la zona de Cayón. Estos pueden vivir hasta trescientos años, y sus hojas protegen tanto del sol como del frío.

     Los carros venían cargados de panes, tortas y gallofas.  El panadero traía una especie de pequeña trompeta que hacía sonar al llegar al barrio. En invierno se cubrían las piernas con una manta o plástico si llovía mucho, y lo mismo hacían con los animales.  Por mi casa pasaba un joven con su carro y caballo, yo observaba al animal pues siempre me han gustado mucho. Una noche de otoño hizo mucho viento y se desprendieron los cables de la luz, con tan mala suerte que el caballo los pisó y se electrocutó muriendo en el acto. Para mí fue un disgusto muy grande, pues ese caballo que yo admiraba todos los días desde el balcón de mi casa, mientras mi madre compraba el pan no volvería nunca más. En mi infancia no podía comprender muy bien el sentido de la muerte, pero la cruel realidad te lo hace entender con rapidez. Hubo gran revolución entre los vecinos, al fin decidieron cavar una zanja entre dos árboles de la plaza, concretamente acacias, junto a una pared, después arrastraron al desafortunado caballo y lo enterraron. Aún lo recuerdo con mucha pena.

     Ese día apareció el cine ambulante y a todos los niños del barrio nos llevaron a ver la película, tal vez nuestros padres se pusieron de acuerdo para que olvidásemos en lo posible la tragedia vivida ese día.

     También vino alguna vez el circo, este era modesto, no tenía animales, había malabaristas, gente que hacía magia, pero lo que más nos gustaba a los niños y no veíamos el momento que comenzasen, pues siempre los dejaban para los últimos, eran los payasos. ¡Como nos hacían reír! Era muy divertido. Mis padres nos habían llevado varias veces a ver el Circo Atlas de los Hermanos Tonetti y claro, esto eran palabras mayores, era muy difícil superarlos. Ver a Manolo y José Villa del Río actuando, era troncharte de risa, Nolo el clown de cara blanca, en el papel de más serio y cabal y Pepe con esa gracia innata, que hacía de payaso tonto y desgarbado. Aún me parece verle en su papel de sardinera. Fueron dos santanderinos que hicieron historia en el circo.

     Pero como muchas cosas, con la modernidad, (esta vez la llegada de la televisión a las casas) tanto los cines como los circos entraron en crisis y muchos se vieron obligados a desaparecer. Este fue el caso del Circo Atlas, que tras estar en lo más alto, sucumbió y en 1982 se vio abocado a echar el cierre. Manolo, nuestro Nolo, sufrió una crisis nerviosa y tras una gran depresión, al mes de cerrar el circo, el sábado 4 de diciembre de 1982 a primeras horas de la tarde, cuando contaba con 54 años se suicidó en Algete, cerca de Madrid. En el Sardinero tienen un monumento muy merecido, y cuando los observamos, una sonrisa llena de nostalgia y admiración ilumina nuestro rostro.


domingo, 21 de agosto de 2022

 





LA GUARDESA

     Recientemente, paseando con mis amigas por el precioso paseo que recorre el lugar donde se encontraban las antiguas vías del tren, entre la Encina y Sarón, terminando en la Plaza de la Estación, vinieron a mi mente tiempos del pasado. Al pasar por San Lázaro y contemplar el río apoyadas en la barandilla del puente, con muy poco caudal, recordamos las grandes crecidas y lo traicionero que puede llegar a ser nuestro Suscuaja. Siendo nosotras muy pequeñitas, tal vez cinco añitos, estudiábamos en la escuela de La Abadilla, nuestra maestra enfermó y vino a sustituirla una sobrina suya, se desplazaba diariamente en el tren, ya que vivía en Santander. Las alumnas la teníamos mucho cariño, en aquella época era una profesora muy joven y con mucha paciencia para con todas nosotras, así que decidimos ir a buscarla todos los días a su llegada a Sarón. Entonces me parecía preciosa nuestra Estación, y creo que lo era. Constaba de varias edificaciones. Es una pena que todos esos edificios desapareciesen con los años. Hubiese sido un bonito patrimonio para Sarón y nuestro valle de Cayón. Un día fuimos como todas las mañanas, a dar la bienvenida a nuestra profesora, pero no pudimos pasar, el Suscuaja se había cabreado y después de unas intensas lluvias se desbordó y no hubo manera de acceder a la Estación, algo que en aquella época era muy habitual.

      El ferrocarril Astillero-Ontaneda ya desaparecido, comenzó a construirse en 1898 y tardó cuatro años en terminarse, es decir, el 9 de junio de 1902 comenzó su recorrido. Y estuvo operativo hasta 1973. Famosas fueron sus máquinas entre los cayoneses, las primeras eran conocidas como las “Yanquis” porque se habían construido en Estados Unidos. Posteriormente las cambiaron por otras de mayor tamaño que eran de construcción belga y en 1906 comenzaron a dar servicio con los nombres de nº1 era la “Sarón”, nº2 “Puente Viesgo” y la nº3 la “Ontaneda”. Pasados los años las cambiaron por otras mucho más modernas la nº5 la “Villaescusa”, la nº6 la “Penagos”, la nº7 la “Cayón” y la nº8 la “Toranzo”. El fin primitivo para llevar este ferrocarril hasta Ontaneda y alrededores, fue desplazar a los pasajeros hasta los Balnearios tan en auge en aquellos tiempos, de Puente Viesgo, Alceda y Ontaneda. La minería de Cabárceno y Liaño fue otro punto por el que se apostó, con el paso de los años, fue clave para instalar la fábrica de la Nestlé en La Penilla de Cayón.

     Muchos fueron los vecinos de los valles de Cayón, Carriedo, Penagos, y otros, por donde transcurría el tren que utilizaron este medio de transporte. Se convirtió en centro de reuniones y medio para las transacciones económicas de las zonas por donde transcurría, también fue testigo mudo de muchos amores y noviazgos que posteriormente terminarían en boda, pero como casi todas las cosas sucumbió ante la modernidad. Con la llegada de los automóviles y el transporte por carretera perdió un poquito su razón de ser, y llegó el momento en que su servicio dejó atrás su rentabilidad, y desapareció. Llevándose consigo cantidad de puestos de trabajo. Hoy miramos atrás con nostalgia y nos parece escuchar el silbido del tren con ese chacachá que tanto imitábamos en nuestra infancia.

     De pequeñita siempre me llamó la atención, y tengo que decir que en aquella época me cabreaba un poquito, la figura de “la guardesa”, yo recuerdo haber viajado en tren en mi infancia solamente una vez, una vecina me llevó a Santander, para mí fue como una fiesta nacional. ¡Qué ilusión! En mi familia, tanto mi padre como mi abuelo tenían coches y siempre nos desplazábamos en ellos, así que ir en tren fue toda una aventura.

     La guardesa es un oficio prácticamente desaparecido, en mi zona las llamábamos “la portillera”, eran las encargadas de subir y bajar las barreras cuando se acercaba la hora en que debía de pasar el tren y así evitar posibles accidentes, debían calcular muy bien la hora para no crear demasiadas colas de automóviles en la carretera, según mis cálculos de niña podrían ser unos cinco minutos, pero cuando llegabas a las barreras y daban el alto al coche para bajarlas, recuerdo que no me hacía mucha gracia. ¡Qué aburrimiento! Pensaba, ahora aquí parados hasta que pase el tren.

     La guardesa también tenía como obligación limpiar los contracarriles, vigilar el camino o carretera para que nadie se lo saltara.  En los años 50 suponían el 16,5 por ciento del total del personal de infraestructuras de la empresa, en 1962 había 1484 mujeres ocupadas en esta labor. Por lo general eran familia de trabajadores del gremio.


domingo, 7 de agosto de 2022






LOS FIELATEROS

     Los fielateros un oficio ya desaparecido, eran los trabajadores que faenaban en las casetas de fielatos y su misión consistía en cobrar las tasas por los productos que se introducían en los pueblos o ciudades. Estos impuestos en muchos casos suponían entre el cincuenta y el sesenta por ciento de los ingresos en los ayuntamientos, y que, a su vez, servían para pagar los servicios públicos y otros gastos comunitarios. Estuvieron vigentes alrededor de cien años, desde mediados del siglo XIX hasta aproximadamente 1961. En el valle de Cayón la caseta estaba situada en Sarón. En Vega de Carriedo había otra con el mismo fin. Si bien es cierto, que era una fuente importante de ingresos para el consistorio municipal, gozaba de gran desprestigio y repulsa entre los ciudadanos. A nadie le apetecía pagar por los productos que llevaba. Hay anécdotas muy curiosas y graciosas sobre el paso por estos fielatos. Nuestras pasiegas eran muy ingeniosas a la hora de cruzar sus productos, que en ocasiones estaban destinados a su venta en los mercados de abastos de Santander o de Sarón.  En otras ocasiones eran regalos destinados “a los señores” o “siñuritus” como ellas decían. Esto era el caso de las amas de cría y antiguas empleadas del hogar.

     En la época de la posguerra donde todo escaseaba, se dio paso otro oficio como era el estraperlista. La falta de comida y otros artículos hizo agudizar el ingenio, estaban los pasiegos que traficaban por los montes del Pas, pero también los hubo en otras zonas como los valles de Cayón y Carriedo que se veían obligados a salir a otras provincias para comprar mercancía, y como es lógico, tenían que pasar por las casetas de Fielatos, también denominadas como “Estación Sanitaria”, pues nuestros políticos siempre han utilizado las buenas palabras para embellecer un impuesto, su misión principal era recaudar, pero lo adornaban diciendo que de este modo hacían un control sanitario. En las casetas había balanzas para pesar las mercancías, y de ahí viene el nombre de Fielato “Fiel a las balanzas”.

     Muchos fielateros se dejaban comprar, hacían la vista gorda, hay que tener en cuenta que sus sueldos no eran precisamente boyantes, y por lo general, tenían muchas bocas que alimentar. Conozco el caso de muchas pasiegas que llevaban sus productos a los mercados y las más avispadas deslizaban un buen queso o una mantequilla e incluso un pollo o gallina,  si era la época de Navidad, y el pase estaba asegurado para varias veces. Otras, por el contrario, se las ingeniaban para esconder las mercancías, llevaban grandes sayas, y escondidas debajo de ellas cruzaban los quesos y mantecas delante de los fielateros sin que estos se percatasen, incluso en los senos escondían “daqui cosa” como me decía recientemente una renovera. Y con esto me viene a la memoria cierta canción que sonaba en aquellas épocas y que se puede comprender muy bien: “Una señora formal/ compró un conejo barato/ y al pasar por el fielato/ lo escondió en el delantal/.

     En los fielatos había unos carteles con los precios a pagar según la mercancía que transportasen. Los géneros más habituales en aquella época eran los huevos, leche, quesos, mantecas, gallinas, conejos, pollos y verduras, esto a pequeña escala, lo que llevaban por lo general nuestras campesinas, luego estaba lo que era a gran nivel que se transportaba en caballería, carros o camiones. Aquí se podía encontrar harina, fruta, azúcar, aceite, dentro de estas mercaderías también se hacía la vista gorda, ¿quién no miraba para otro lado si te ofrecían un saco de harina blanca que quitaría el hambre a toda la familia durante un buen tiempo? ¿o ese aceite tan preciado que no se conseguía en ningún sitio? ¿Y el azúcar? Imposible de encontrar. Todo tenía un precio en tiempos de hambre y miseria y donde había que pagar diez, se pagaba una. También existían sitios secretos en los camiones donde se ocultaban. En tiempos de posguerra estaban exentos de pagar los productos de siembra como eran las alubias secas para sembrar, leña o carbón vegetal.

     Se dio un caso en que una antigua ama de cría llevaba un queso, una manteca, dos docenas de huevos y un buen pollo para regalárselo a quienes habían sido sus señores. Los fielateros que estaban en su puesto de reconocimiento le dijeron que se lo requisaban, ella contestó: -Muy bien, voy a casa (de quien era el jefe de fielatos y les dijo su nombre) y ya os contaré cuando vuelva, la cara que puso cuando le diga que os habéis quedado con su encargo. Los dos funcionarios se miraron y le devolvieron la mercancía, diciéndola: Siga usted, siga. Cuando la pasiega se iba, los escuchó decir: -Casi metemos la pata.

   

    

    


domingo, 24 de julio de 2022

 





   AMÍLCAR, UN ARTISTA DE LA MADERA.

     Muchos han sido los artesanos de la madera en nuestros pueblos. Yo tuve el privilegio de vivir cerca y frecuentar la casa de uno de ellos. Recuerdo en el valle de Cayón, justo enfrente de mi hogar, había una casa típica montañesa, rodeada de un alto muro de cerramiento, con un grueso portón de madera que daba paso al patio empedrado. En mi niñez, siempre pensé que era igualito que las calles de Santillana del Mar. Según se accedía a este corral se podía observar la magnífica casona montañesa con dos arcos de piedra. Al costado derecho, el lugar de trabajo en el verano de Amílcar, en el lado izquierdo, las cuadras con un apartado para el trabajo en el invierno, al calor de los animales, un candil iluminaba el lugar en las noches oscuras. Junto a las cuadras estaba la casita de los pobres, como yo la llamaba, una habitación siempre lista, con una cama, una mesilla de noche, una mesa dispuesta para servir un plato de comida, y una silla, todo estaba preparado por si algún mendigo pasaba por allí. Junto a la casita de los pobres, se encontraban cubiertos por un tejado en otro hueco de estas estancias, el pozo, construido artesanalmente con grandes losas de piedra y un aro de hierro lo remataba, al lado, un gran fregadero de cantería, donde se hacía la colada o lavaba la ropa de la familia. Este apartado constaba de tres piezas, el pozo, el lavadero, y, por último, el bebedero para las vacas, que era otra gran piedra a la que se le había dado forma, y donde se les administraba tan preciado líquido. Junto a este curioso rincón se hallaba el horno, todo ello formado por estancias contiguas y cubierto por el mismo tejado. El horno ya muy deteriorado, sirvió para hacer el pan en otros tiempos, asar carne y otros menesteres.

     Me encantaba ver a Amílcar trabajar la madera, tenía colocadas estratégicamente todas sus herramientas, algunas veces me pedía que se las acercase, desde muy pequeñita me enseñó sus nombres y que utilidad tenía cada una de ellas. Usaba con más frecuencia las gubias, formones, escofinas, limas, sierras y serruchos, cepillo, mazo, martillo y tenazas. Muy características eran sus obras a las que daba forma de animales, con vivos colores, pájaros y serpientes lo que más trabajaba, y como ojos les ponía unos clavos o alfileres, dependiendo del tamaño del animal. Estas figuras por lo general estaban destinadas a ser el mango de cachavas o bastones, pero también servían como figuras de adorno. Con frecuencia se podía ver a Amílcar con un montón de palos y maderas al hombro o debajo del brazo. Las más apreciadas para él, eran las que tenían formas naturales, a las que sacaba gran partido. Las pelaba cuando estaban verdes, pues siempre me decía que era más fácil y le llevaba menos tiempo que cuando estaban secas.

      En cierta ocasión me hizo una mesa de noche muy original, en la base tenía una tabla cuadrada, utilizó un tronco en espiral como pie, le puso una balda redonda, continuó con el tronco en espiral, y en la parte superior una tabla cuadrada tallada. Era preciosa. No se le resistía nada, pues en su cocina había cantidad de utensilios de madera fabricados por él. Cucharas, tenedores, cuencos, almirez. En los armarios colgaban infinidad de perchas artesanales salidas de su taller, pero lo que más me gustaba, era un cuadro tallado en madera, representaba a un matrimonio de campesinos entradito en años, sentados en una cocina junto a la chimenea, en él, había una mesa con sillas y una ventana en la que a través de los cristales se observaba el campo y un árbol, el perro dormía a los pies de sus dueños, estaba pintado con colores muy apropiados. Me dijeron que con esta obra había participado en un concurso de la época y había ganado un premio. Algo que no me extrañó pues era muy hermoso. También había tallado una reproducción de la portalada de la casa solariega de Los Cuetos en Sobremazas, Medio Cudeyo, por la cual ganó otro premio en un concurso cuando nuestro protagonista de hoy era joven.

     Los Reyes Magos siempre me regalaban en su casa juguetes muy originales, no se parecían en nada a los de mis amigos, en mi inocencia no lo comprendía, pero pasados los años los aprecié y guardé con mucho celo. Eran auténticas joyas artesanales, talladas con mucha dosis de cariño, paciencia y secretismo.

     Aún podemos encontrar en nuestros pueblos a estos artesanos que nos dejan boquiabiertos cuando los observamos trabajar, y en mi caso, me devuelven a esos felices años compartidos con un gran artesano de la madera.