domingo, 18 de septiembre de 2022

 



CARROS Y CARRETAS EN NUESTROS VALLES

     Hace unos días estaba sentada en mi terraza, cuando un ruido llamó mi atención, era un tractor. Como han cambiado las cosas pensé, el primero lo vi camino a Andalucía, y recuerdo que me sorprendió, era enorme, pero claro, en los campos de Castilla todo era diferente.

      No hace muchos años por mi barrio pasaban cantidad de carros tirados por burros, mulos o caballos. Era frecuente ver a los dueños sentados en ellos con sus dalles, bieldos y rastrillas cuando iban al verde o a la yerba para sus vacas. ¿Qué nos ha quedado de todo eso?, nada, todo ha cambiado con rapidez, apenas hay vacas en los pueblos, la entrada en el Mercado Común lo cambió todo, nuestra vida y costumbres de siempre, dejaron de tener sentido para dar paso a la modernidad, antes en la mayoría de las casas de los actuales valles pasiegos había una pequeña ganadería, hoy han dado paso a las cuadras más grandes y modernas, en muchos casos con cientos de cabezas de ganado. Todos sus útiles de trabajo se han modernizado haciendo desaparecer a los viejos, entre ellos los carros y carretas. Si es caso los podemos observar como adorno de alguna casa particular o en algún museo.

     Recuerdo que en mi infancia me llamaban mucho la atención cuando iba a Santander con mi padre y abuelo, a comprar género para sus negocios, al atravesar la calle Marqués de la Hermida, entonces la mayoría de las calles no estaban asfaltadas, sino adoquinadas, y esto, me incomodaba, pues el coche al dejar la carretera alquitranada e introducirse entre adoquines, rebotaba muy molestamente. Al final de la calle, ya en el puerto había cantidad de carretas con sus caballos y éstos tenían colgados de la cabeza a la altura de la boca unos sacos, yo en mi inocencia preguntaba ¿por qué? Mi padre con toda la paciencia del mundo me explicaba que ahí tenían su alimento, su pienso, y como pasaban muchas horas trabajando, tirando de las carretas, así se podían alimentar y coger fuerzas. Ahí estaban los carreteros trabajando en el puerto con sus carruajes, que cargaban con sacos o cajones, pero sin duda alguna el que más me llamó la atención fue uno fúnebre, nunca había visto algo igual, recuerdo que nos cruzamos con él en La Rampa Sotileza, era majestuoso y estaba tirado por dos caballos negros que en la cabeza llevaban una especie de plumas del mismo color, hoy pienso que el fallecido debía de ser alguien muy importante. Nunca antes había visto nada igual, ni en Cayón ni en el valle de Carriedo, donde pasaba muchos momentos en casa de mis abuelos.

     Había varios tipos de carros, estaba el de varas, en el medio se amarraba al animal, caballo, mulo o burro. Recuerdo a mis vecinos cuando amarraban el caballo al carro para salir al campo a hacer las labores. Sobre su lomo ponían una manta, creo que era para que el caballo no se hiciese daño al ponerle encima el baste que se ajustaba al animal mediante la cincha y sobrecincha, esto se hacía para que no se corriese hacia adelante, especialmente si había bajadas en la marcha. El atalaje que se usaba generalmente en este tipo de carros era la brida, que sostenía el bocado al que estaban unidas las riendas que servían para dirigir al animal. A mí me encantaba cuando me llevaba algún vecino en el carro conducir las riendas, me enseñaban que si quería ir a la derecha debía tirar de la rienda derecha, a la izquierda, de la izquierda, con suavidad, pero con firmeza. Para seguir recto simplemente, dejar hacer al équido. Otra parte era el collerón, sobre él se ejercía el esfuerzo de tracción que se transmitía al vehículo por medio de los tirantes. Una silla y los órganos accesorios, indispensables para sostener las varas y contener el carruaje en las paradas y pendientes. También estaba el carro de yugo, en él se enganchaban por delante, por lo general los bueyes y vacas, aunque este tipo de carro yo ya no lo conocí, en mi infancia prácticamente habían desaparecido. La carreta era tirada por yuntas de bueyes y vacas. Aunque los más habituales eran los carros de mulas.

     Este medio de transporte era el habitual en tiempos no muy lejanos, tanto para llevar mercancías dentro de nuestros valles como para llevarlos a otras provincias, donde había paradas para intercambiar a los animales ya cansados por otros más frescos. Luego existían también los carruajes para pasajeros como las diligencias o carruajes de paseo. 

     Los años han pasado y con ellos los carros y carretas que han dado paso a los vehículos de tracción mecánica. Los carreteros es otro oficio que ha desaparecido totalmente, no obstante, no se ha borrado su recuerdo, pues ha dejado huella en nuestro refranero popular ¿quién no ha oído decir? "Hablas como un carretero", " Juras como un carretero", " Fumas como un carretero".

 


domingo, 4 de septiembre de 2022

 




EL CINE Y EL CIRCO DE BARRIO

     Hoy en todas las casas tenemos televisión, pero esto hace años era impensable. En Cayón éramos privilegiados pues contábamos con dos cines, el Imperio en Santa María y El Gran Casino en Sarón. No obstante, varias veces llegó a mi pueblo de La Abadilla un cine ambulante y se instalaba en mi barrio, y esto revolucionaba a los vecinos. Todos los niños queríamos asistir, y nuestros padres ante la novedad del espectáculo nos acompañaban. Recuerdo que instalaban una gran pantalla y frente a ella multitud de sillas que los vecinos íbamos ocupando según llegábamos. Hacían sorteos, con la entrada vendían unas tiras de colores con varios números, y en un lugar privilegiado donde se posaban las miradas de los curiosos espectadores, exponían regalos ostentosamente adornados, eran muy llamativos, unas veces cestas con muchos productos, siendo la envidia de quienes los observaban, algunas veces también había juguetes, todos, niños y mayores soñábamos por unos momentos  que todo aquello podía ser nuestro, pero como es lógico solo había un agraciado, que se ponía contentísimo cuando le tocaba, mientras  los demás sufrían ese pequeño desencanto.

     En una de esas jornadas de cine en el barrio sucedió una anécdota muy triste, yo era muy pequeñita, tal vez tres añitos, pero lo recuerdo con mucha claridad y tristeza. En aquella época los panaderos servían el pan puerta a puerta, al igual que ahora, pero no eran camionetas su modo de transporte, se utilizaban carruajes con un caballo, me parece estar viéndolos aparcados en la Estación de Sarón, uno tras otro, entre los árboles de plátano de sombra, que eran muy comunes en la zona de Cayón. Estos pueden vivir hasta trescientos años, y sus hojas protegen tanto del sol como del frío.

     Los carros venían cargados de panes, tortas y gallofas.  El panadero traía una especie de pequeña trompeta que hacía sonar al llegar al barrio. En invierno se cubrían las piernas con una manta o plástico si llovía mucho, y lo mismo hacían con los animales.  Por mi casa pasaba un joven con su carro y caballo, yo observaba al animal pues siempre me han gustado mucho. Una noche de otoño hizo mucho viento y se desprendieron los cables de la luz, con tan mala suerte que el caballo los pisó y se electrocutó muriendo en el acto. Para mí fue un disgusto muy grande, pues ese caballo que yo admiraba todos los días desde el balcón de mi casa, mientras mi madre compraba el pan no volvería nunca más. En mi infancia no podía comprender muy bien el sentido de la muerte, pero la cruel realidad te lo hace entender con rapidez. Hubo gran revolución entre los vecinos, al fin decidieron cavar una zanja entre dos árboles de la plaza, concretamente acacias, junto a una pared, después arrastraron al desafortunado caballo y lo enterraron. Aún lo recuerdo con mucha pena.

     Ese día apareció el cine ambulante y a todos los niños del barrio nos llevaron a ver la película, tal vez nuestros padres se pusieron de acuerdo para que olvidásemos en lo posible la tragedia vivida ese día.

     También vino alguna vez el circo, este era modesto, no tenía animales, había malabaristas, gente que hacía magia, pero lo que más nos gustaba a los niños y no veíamos el momento que comenzasen, pues siempre los dejaban para los últimos, eran los payasos. ¡Como nos hacían reír! Era muy divertido. Mis padres nos habían llevado varias veces a ver el Circo Atlas de los Hermanos Tonetti y claro, esto eran palabras mayores, era muy difícil superarlos. Ver a Manolo y José Villa del Río actuando, era troncharte de risa, Nolo el clown de cara blanca, en el papel de más serio y cabal y Pepe con esa gracia innata, que hacía de payaso tonto y desgarbado. Aún me parece verle en su papel de sardinera. Fueron dos santanderinos que hicieron historia en el circo.

     Pero como muchas cosas, con la modernidad, (esta vez la llegada de la televisión a las casas) tanto los cines como los circos entraron en crisis y muchos se vieron obligados a desaparecer. Este fue el caso del Circo Atlas, que tras estar en lo más alto, sucumbió y en 1982 se vio abocado a echar el cierre. Manolo, nuestro Nolo, sufrió una crisis nerviosa y tras una gran depresión, al mes de cerrar el circo, el sábado 4 de diciembre de 1982 a primeras horas de la tarde, cuando contaba con 54 años se suicidó en Algete, cerca de Madrid. En el Sardinero tienen un monumento muy merecido, y cuando los observamos, una sonrisa llena de nostalgia y admiración ilumina nuestro rostro.


domingo, 21 de agosto de 2022

 





LA GUARDESA

     Recientemente, paseando con mis amigas por el precioso paseo que recorre el lugar donde se encontraban las antiguas vías del tren, entre la Encina y Sarón, terminando en la Plaza de la Estación, vinieron a mi mente tiempos del pasado. Al pasar por San Lázaro y contemplar el río apoyadas en la barandilla del puente, con muy poco caudal, recordamos las grandes crecidas y lo traicionero que puede llegar a ser nuestro Suscuaja. Siendo nosotras muy pequeñitas, tal vez cinco añitos, estudiábamos en la escuela de La Abadilla, nuestra maestra enfermó y vino a sustituirla una sobrina suya, se desplazaba diariamente en el tren, ya que vivía en Santander. Las alumnas la teníamos mucho cariño, en aquella época era una profesora muy joven y con mucha paciencia para con todas nosotras, así que decidimos ir a buscarla todos los días a su llegada a Sarón. Entonces me parecía preciosa nuestra Estación, y creo que lo era. Constaba de varias edificaciones. Es una pena que todos esos edificios desapareciesen con los años. Hubiese sido un bonito patrimonio para Sarón y nuestro valle de Cayón. Un día fuimos como todas las mañanas, a dar la bienvenida a nuestra profesora, pero no pudimos pasar, el Suscuaja se había cabreado y después de unas intensas lluvias se desbordó y no hubo manera de acceder a la Estación, algo que en aquella época era muy habitual.

      El ferrocarril Astillero-Ontaneda ya desaparecido, comenzó a construirse en 1898 y tardó cuatro años en terminarse, es decir, el 9 de junio de 1902 comenzó su recorrido. Y estuvo operativo hasta 1973. Famosas fueron sus máquinas entre los cayoneses, las primeras eran conocidas como las “Yanquis” porque se habían construido en Estados Unidos. Posteriormente las cambiaron por otras de mayor tamaño que eran de construcción belga y en 1906 comenzaron a dar servicio con los nombres de nº1 era la “Sarón”, nº2 “Puente Viesgo” y la nº3 la “Ontaneda”. Pasados los años las cambiaron por otras mucho más modernas la nº5 la “Villaescusa”, la nº6 la “Penagos”, la nº7 la “Cayón” y la nº8 la “Toranzo”. El fin primitivo para llevar este ferrocarril hasta Ontaneda y alrededores, fue desplazar a los pasajeros hasta los Balnearios tan en auge en aquellos tiempos, de Puente Viesgo, Alceda y Ontaneda. La minería de Cabárceno y Liaño fue otro punto por el que se apostó, con el paso de los años, fue clave para instalar la fábrica de la Nestlé en La Penilla de Cayón.

     Muchos fueron los vecinos de los valles de Cayón, Carriedo, Penagos, y otros, por donde transcurría el tren que utilizaron este medio de transporte. Se convirtió en centro de reuniones y medio para las transacciones económicas de las zonas por donde transcurría, también fue testigo mudo de muchos amores y noviazgos que posteriormente terminarían en boda, pero como casi todas las cosas sucumbió ante la modernidad. Con la llegada de los automóviles y el transporte por carretera perdió un poquito su razón de ser, y llegó el momento en que su servicio dejó atrás su rentabilidad, y desapareció. Llevándose consigo cantidad de puestos de trabajo. Hoy miramos atrás con nostalgia y nos parece escuchar el silbido del tren con ese chacachá que tanto imitábamos en nuestra infancia.

     De pequeñita siempre me llamó la atención, y tengo que decir que en aquella época me cabreaba un poquito, la figura de “la guardesa”, yo recuerdo haber viajado en tren en mi infancia solamente una vez, una vecina me llevó a Santander, para mí fue como una fiesta nacional. ¡Qué ilusión! En mi familia, tanto mi padre como mi abuelo tenían coches y siempre nos desplazábamos en ellos, así que ir en tren fue toda una aventura.

     La guardesa es un oficio prácticamente desaparecido, en mi zona las llamábamos “la portillera”, eran las encargadas de subir y bajar las barreras cuando se acercaba la hora en que debía de pasar el tren y así evitar posibles accidentes, debían calcular muy bien la hora para no crear demasiadas colas de automóviles en la carretera, según mis cálculos de niña podrían ser unos cinco minutos, pero cuando llegabas a las barreras y daban el alto al coche para bajarlas, recuerdo que no me hacía mucha gracia. ¡Qué aburrimiento! Pensaba, ahora aquí parados hasta que pase el tren.

     La guardesa también tenía como obligación limpiar los contracarriles, vigilar el camino o carretera para que nadie se lo saltara.  En los años 50 suponían el 16,5 por ciento del total del personal de infraestructuras de la empresa, en 1962 había 1484 mujeres ocupadas en esta labor. Por lo general eran familia de trabajadores del gremio.


domingo, 7 de agosto de 2022






LOS FIELATEROS

     Los fielateros un oficio ya desaparecido, eran los trabajadores que faenaban en las casetas de fielatos y su misión consistía en cobrar las tasas por los productos que se introducían en los pueblos o ciudades. Estos impuestos en muchos casos suponían entre el cincuenta y el sesenta por ciento de los ingresos en los ayuntamientos, y que, a su vez, servían para pagar los servicios públicos y otros gastos comunitarios. Estuvieron vigentes alrededor de cien años, desde mediados del siglo XIX hasta aproximadamente 1961. En el valle de Cayón la caseta estaba situada en Sarón. En Vega de Carriedo había otra con el mismo fin. Si bien es cierto, que era una fuente importante de ingresos para el consistorio municipal, gozaba de gran desprestigio y repulsa entre los ciudadanos. A nadie le apetecía pagar por los productos que llevaba. Hay anécdotas muy curiosas y graciosas sobre el paso por estos fielatos. Nuestras pasiegas eran muy ingeniosas a la hora de cruzar sus productos, que en ocasiones estaban destinados a su venta en los mercados de abastos de Santander o de Sarón.  En otras ocasiones eran regalos destinados “a los señores” o “siñuritus” como ellas decían. Esto era el caso de las amas de cría y antiguas empleadas del hogar.

     En la época de la posguerra donde todo escaseaba, se dio paso otro oficio como era el estraperlista. La falta de comida y otros artículos hizo agudizar el ingenio, estaban los pasiegos que traficaban por los montes del Pas, pero también los hubo en otras zonas como los valles de Cayón y Carriedo que se veían obligados a salir a otras provincias para comprar mercancía, y como es lógico, tenían que pasar por las casetas de Fielatos, también denominadas como “Estación Sanitaria”, pues nuestros políticos siempre han utilizado las buenas palabras para embellecer un impuesto, su misión principal era recaudar, pero lo adornaban diciendo que de este modo hacían un control sanitario. En las casetas había balanzas para pesar las mercancías, y de ahí viene el nombre de Fielato “Fiel a las balanzas”.

     Muchos fielateros se dejaban comprar, hacían la vista gorda, hay que tener en cuenta que sus sueldos no eran precisamente boyantes, y por lo general, tenían muchas bocas que alimentar. Conozco el caso de muchas pasiegas que llevaban sus productos a los mercados y las más avispadas deslizaban un buen queso o una mantequilla e incluso un pollo o gallina,  si era la época de Navidad, y el pase estaba asegurado para varias veces. Otras, por el contrario, se las ingeniaban para esconder las mercancías, llevaban grandes sayas, y escondidas debajo de ellas cruzaban los quesos y mantecas delante de los fielateros sin que estos se percatasen, incluso en los senos escondían “daqui cosa” como me decía recientemente una renovera. Y con esto me viene a la memoria cierta canción que sonaba en aquellas épocas y que se puede comprender muy bien: “Una señora formal/ compró un conejo barato/ y al pasar por el fielato/ lo escondió en el delantal/.

     En los fielatos había unos carteles con los precios a pagar según la mercancía que transportasen. Los géneros más habituales en aquella época eran los huevos, leche, quesos, mantecas, gallinas, conejos, pollos y verduras, esto a pequeña escala, lo que llevaban por lo general nuestras campesinas, luego estaba lo que era a gran nivel que se transportaba en caballería, carros o camiones. Aquí se podía encontrar harina, fruta, azúcar, aceite, dentro de estas mercaderías también se hacía la vista gorda, ¿quién no miraba para otro lado si te ofrecían un saco de harina blanca que quitaría el hambre a toda la familia durante un buen tiempo? ¿o ese aceite tan preciado que no se conseguía en ningún sitio? ¿Y el azúcar? Imposible de encontrar. Todo tenía un precio en tiempos de hambre y miseria y donde había que pagar diez, se pagaba una. También existían sitios secretos en los camiones donde se ocultaban. En tiempos de posguerra estaban exentos de pagar los productos de siembra como eran las alubias secas para sembrar, leña o carbón vegetal.

     Se dio un caso en que una antigua ama de cría llevaba un queso, una manteca, dos docenas de huevos y un buen pollo para regalárselo a quienes habían sido sus señores. Los fielateros que estaban en su puesto de reconocimiento le dijeron que se lo requisaban, ella contestó: -Muy bien, voy a casa (de quien era el jefe de fielatos y les dijo su nombre) y ya os contaré cuando vuelva, la cara que puso cuando le diga que os habéis quedado con su encargo. Los dos funcionarios se miraron y le devolvieron la mercancía, diciéndola: Siga usted, siga. Cuando la pasiega se iba, los escuchó decir: -Casi metemos la pata.

   

    

    


domingo, 24 de julio de 2022

 





   AMÍLCAR, UN ARTISTA DE LA MADERA.

     Muchos han sido los artesanos de la madera en nuestros pueblos. Yo tuve el privilegio de vivir cerca y frecuentar la casa de uno de ellos. Recuerdo en el valle de Cayón, justo enfrente de mi hogar, había una casa típica montañesa, rodeada de un alto muro de cerramiento, con un grueso portón de madera que daba paso al patio empedrado. En mi niñez, siempre pensé que era igualito que las calles de Santillana del Mar. Según se accedía a este corral se podía observar la magnífica casona montañesa con dos arcos de piedra. Al costado derecho, el lugar de trabajo en el verano de Amílcar, en el lado izquierdo, las cuadras con un apartado para el trabajo en el invierno, al calor de los animales, un candil iluminaba el lugar en las noches oscuras. Junto a las cuadras estaba la casita de los pobres, como yo la llamaba, una habitación siempre lista, con una cama, una mesilla de noche, una mesa dispuesta para servir un plato de comida, y una silla, todo estaba preparado por si algún mendigo pasaba por allí. Junto a la casita de los pobres, se encontraban cubiertos por un tejado en otro hueco de estas estancias, el pozo, construido artesanalmente con grandes losas de piedra y un aro de hierro lo remataba, al lado, un gran fregadero de cantería, donde se hacía la colada o lavaba la ropa de la familia. Este apartado constaba de tres piezas, el pozo, el lavadero, y, por último, el bebedero para las vacas, que era otra gran piedra a la que se le había dado forma, y donde se les administraba tan preciado líquido. Junto a este curioso rincón se hallaba el horno, todo ello formado por estancias contiguas y cubierto por el mismo tejado. El horno ya muy deteriorado, sirvió para hacer el pan en otros tiempos, asar carne y otros menesteres.

     Me encantaba ver a Amílcar trabajar la madera, tenía colocadas estratégicamente todas sus herramientas, algunas veces me pedía que se las acercase, desde muy pequeñita me enseñó sus nombres y que utilidad tenía cada una de ellas. Usaba con más frecuencia las gubias, formones, escofinas, limas, sierras y serruchos, cepillo, mazo, martillo y tenazas. Muy características eran sus obras a las que daba forma de animales, con vivos colores, pájaros y serpientes lo que más trabajaba, y como ojos les ponía unos clavos o alfileres, dependiendo del tamaño del animal. Estas figuras por lo general estaban destinadas a ser el mango de cachavas o bastones, pero también servían como figuras de adorno. Con frecuencia se podía ver a Amílcar con un montón de palos y maderas al hombro o debajo del brazo. Las más apreciadas para él, eran las que tenían formas naturales, a las que sacaba gran partido. Las pelaba cuando estaban verdes, pues siempre me decía que era más fácil y le llevaba menos tiempo que cuando estaban secas.

      En cierta ocasión me hizo una mesa de noche muy original, en la base tenía una tabla cuadrada, utilizó un tronco en espiral como pie, le puso una balda redonda, continuó con el tronco en espiral, y en la parte superior una tabla cuadrada tallada. Era preciosa. No se le resistía nada, pues en su cocina había cantidad de utensilios de madera fabricados por él. Cucharas, tenedores, cuencos, almirez. En los armarios colgaban infinidad de perchas artesanales salidas de su taller, pero lo que más me gustaba, era un cuadro tallado en madera, representaba a un matrimonio de campesinos entradito en años, sentados en una cocina junto a la chimenea, en él, había una mesa con sillas y una ventana en la que a través de los cristales se observaba el campo y un árbol, el perro dormía a los pies de sus dueños, estaba pintado con colores muy apropiados. Me dijeron que con esta obra había participado en un concurso de la época y había ganado un premio. Algo que no me extrañó pues era muy hermoso. También había tallado una reproducción de la portalada de la casa solariega de Los Cuetos en Sobremazas, Medio Cudeyo, por la cual ganó otro premio en un concurso cuando nuestro protagonista de hoy era joven.

     Los Reyes Magos siempre me regalaban en su casa juguetes muy originales, no se parecían en nada a los de mis amigos, en mi inocencia no lo comprendía, pero pasados los años los aprecié y guardé con mucho celo. Eran auténticas joyas artesanales, talladas con mucha dosis de cariño, paciencia y secretismo.

     Aún podemos encontrar en nuestros pueblos a estos artesanos que nos dejan boquiabiertos cuando los observamos trabajar, y en mi caso, me devuelven a esos felices años compartidos con un gran artesano de la madera.

    


domingo, 10 de julio de 2022

 





   LOS MÉDICOS RURALES

     Ser médico rural en otros tiempos, era casi una acción de heroísmo en muchos lugares de nuestros valles y villas pasiegas. Eran tiempos difíciles, en los que no había vehículos para poder desplazarse allá donde se requerían sus servicios, tampoco carreteras tal y como las conocemos hoy en día. Si algún vecino en las cabeceras de las montañas enfermaba, el doctor tenía que subir a visitarlo, bien a caballo y muchas veces en mulos, pues estos animales se prestaban mejor para la dificultad del terreno, incluso por muchos lugares tenían que ir andando debido a lo abrupto del lugar. Daba igual que fuese verano o invierno, noche o día, ellos se debían al paciente y a su juramento hipocrático. Que es el siguiente: “Como miembro de la profesión médica, prometo solemnemente: Dedicar mi vida al servicio de la humanidad; Velar ante todo por la salud y el bienestar de mis pacientes; Respetar la autonomía y dignidad de mis pacientes; Velar con el máximo respeto por la vida humana; No permitir que consideraciones de edad, enfermedad o incapacidad, credo, origen étnico, sexo, nacionalidad, afiliación política, raza, orientación sexual, clase social o cualquier otro factor se interpongan entre mis deberes y mis pacientes; Guardar y respetar los secretos que se me hayan confiado, incluso después del fallecimiento de mis pacientes; Ejercer mi profesión con conciencia y dignidad, conforme a la buena práctica médica; Promover el honor y las nobles tradiciones de la profesión médica; Otorgar a mis maestros, colegas y estudiantes el respeto y la gratitud que merecen; Compartir mis conocimientos médicos en beneficio del paciente y del avance de la salud; Cuidar de mi propia salud, bienestar y capacidades para prestar una atención médica del más alto nivel; No emplear mis conocimientos médicos para violar los derechos humanos y las libertades ciudadanas, ni siquiera bajo amenaza.” Hago esta promesa solemne y libremente, empeñando mi palabra de honor.

     Este juramento define claramente los principios y deberes que debe asumir todo facultativo.

     Antiguamente los médicos rurales eran contratados por los ayuntamientos, pero en la mayoría de los casos sus ingresos se veían acrecentados con los pagos privados de las familias para su tratamiento, es decir, pagaban las “igualas” que en el valle de Carriedo se llamaba pagar los “salarios” al médico y estos pagos se hacían una vez al año, posteriormente las familias gozaban de la consulta gratuita durante el año abonado.

     Estos galenos se entregaban en cuerpo y alma a sus vecinos ante los problemas que surgían, denunciaban las carencias de la administración local, y se dedicaban muy especialmente a los más desfavorecidos. Siempre he oído decir a mis mayores, que en nuestros valles había médicos muy generosos, que cuando veían la necesidad extrema de sus pacientes se negaban a cobrar por sus servicios. Mi amigo Marcos, un señor entrado en años, y con grandes vivencias, me contó que un médico rural del valle de Cayón, en cierta ocasión fue a atender a una vecina muy pobre, era la más necesitada del pueblo, se encontraba muy enferma y en gran medida se debía a su debilidad por la falta de alimentación, cuando le preguntaron por sus honorarios, él dio largas y les dijo que hablarían de ello cuando se restableciera totalmente, le recetó caldo de gallina y una buena alimentación a base de carne y legumbres, esto suponía un problema para la familia, pues no disponían de dinero para poder comprar dichos alimentos, pero dieron el para bien al doctor, se las ingeniarían para poderlos adquirir. Despidieron al galeno y cual fue su sorpresa que al acomodar a la paciente en la cama, vieron con gran asombro que debajo de la almohada había un billete. El doctor les había regalado dinero para comprar la comida y medicinas que había recetado. Así eran muchos médicos de antaño, por encima de sus intereses, estaba el amor por su profesión y la caridad para con sus pacientes más vulnerables.

     En el valle de Carriedo hubo un gran médico, alguien que ha dejado huella en su andadura como galeno, persona sencilla y campechana. Yo tengo el honor de que él ayudase a traerme al mundo y en momentos de dificultad sanitaria en mi familia, siempre estuvo ahí, no importaba si tenía que hacer guardia toda la noche por un alumbramiento, y después cuando lo iban a pagar y preguntaban cuanto debían por sus honorarios, pues aunque ya hubiesen pagado el “salario”, las atenciones y el tiempo dedicados por el médico eran muchas, pero él con toda la naturalidad y sencillez del mundo decía: “Nada, ya está pagado, pero si me das un trozo de tocino, yo te lo agradezco, tengo muchas bocas que alimentar” Así era la personalidad del doctor D. Juan Venero, propietario del palacio de Donadío de Selaya.

    

 

 


domingo, 26 de junio de 2022

 




PEPITO EL BARQUILLERO

      Visitando el museo del barquillero en Santillana del Mar, al ver tantos juguetes antiguos y caramelos que creía que ya no se fabricaban, recordé otra época ya pasada. Es un museo para el recuerdo, pero lo que más me llamó la atención fue aquella barquillera roja con llamativos dibujos, vino a mi mente otra muy similar vista en mi barrio de San Antonio en La Abadilla de Cayón. Precisamente era la fiesta del Santo, patrón de los animales. Aquel día había carrera de burros con sus jinetes, que eran niños un poco mayores que yo, tenían que ir con sus animales hasta el rio Suscuaja y meterse en él, algunos venían muy mojados, creo que sus asnos les jugaron una mala pasada. También hubo arrastre de caballos, pero lo que más me llamó la atención ese día fue el barquillero. Era la primera vez que lo veía. Me acerqué a él con esa curiosidad que solo la infancia dona. El artesano gritaba: ¡Al rico barquillo! Yo observaba aquella gran lata cilíndrica de color rojo, con una ruleta en su parte superior, se asemejaba a las ollas de leche que mi padre recogía a los ganaderos, pero mucho más decorada y llamativa. La tapa tenía un círculo con varios números en dos filas, y estaban rodeados de clavillos verticales. Había una rueda que giraba con una estornija y se tropezaba con los clavos al girar, parándose en un número determinado y ese indicaba la cifra de barquillos ganados, por el contrario, si la ruleta se detenía en el clavo lo perdías todo. Mis amigos al verme al lado de la barquillera también se acercaron y comenzaron a preguntar al barquillero cuánto costaba la tirada y cómo funcionaba la ruleta. Con mucha paciencia nos explicó su funcionamiento.  Los chicos giraban la rueda muy fuerte, creyendo que a mayor fuerza, mayor número de barquillos, ¡que equivocados estaban!, pues yo le di suavecito y saqué cinco unidades, fui la excepción, pues todos sacaban uno, teníamos que girar la rueda tres veces, recuerdo que invertí mi paga en la ruleta de los barquillos, pero pensé que estaba muy bien empleada porque eran deliciosos y me habían tocado muchos.  El barquillero gritaba ¡Al rico barquillo de canela! Deseando llamar la atención de quienes estaban en la plaza, si conseguía que se acercaran, era muy probable que jugasen. Las parejas de novios solían ser un objetivo fácil, pues los galanes, como buenos caballeros, estaban deseosos de enseñar a sus amadas lo hábiles que eran con la ruleta y que estaban prestos para convidarlas a un montón de barquillos, aunque casi nunca era así, ya que la barquillera a buen seguro estaba preparada para sacar uno, dos y como mucho tres barquillos. 

     El barquillero es un oficio artesano que casi ha desaparecido, como la mayoría de las cosas se ha industrializado. Famoso fue por los valles de Carriedo y Cayón “Pepito el barquillero”, que acudía a todas las fiestas de los pueblos vecinos con su barquillera, colgada a la espalda como si fuese una bandolera, esta lata cilíndrica llena pesa de veinte a treinta kilos. En su juventud había estado en Francia, como la mayoría de estos artesanos, y fue en este país donde aprendieron tan singular oficio. Pepito vivía en Saro de Carriedo, muchos años después por Cayón venía otro señor que era vecino del valle de Toranzo.

     Los barquilleros que vendían en las romerías, ferias, mercados o calles que estaban muy concurridas, por lo general fabricaban ellos mismos artesanalmente esos ricos barquillos. Los hacían con harina sin levadura, agua, azúcar o miel, un toque de canela y chorrito de aceite. Introducían esta pasta entre dos planchas de hierro calientes y las dejaban el tiempo justo para que estuviesen listos, después los doblaban y daban la forma. Cuando salían a vender los introducían en la barquillera y en muchas ocasiones también llevaban un cesto con más unidades. Actualmente podemos disfrutar de estos deliciosos barquillos y observar su elaboración, en la caseta que se coloca todos los veranos en el Sardinero en los Baños de Ola.

     Ellos tenían sus reclamos, así se les podía oír: “Siempre toca, si no es un pito, una pelota”. “Al rico barquillo de canela para el nene y la nena, son coco y valen poco, son de menta y alimentan, de vainilla ¡qué maravilla!, y de limón qué ricos, qué ricos, ¡qué ricos que son!” “¡Barquillos de canela y miel, que son ricos para la piel; mira a ver Maribel, ¡que no te gastas ni un clavel!” “Al que no se come un barquillo no le sale brillo, cuidado, ¡que te pillo!