El latero u hojalatero es un oficio ya
desaparecido, pero eran muy habituales en nuestros valles, concretamente en
Sarón existía al principio de sus andaduras como barrio de La Abadilla, un
comercio dedicado a estos menesteres.
Antiguamente por nuestros pueblos era
habitual ver a los hojalateros cargados con sus herramientas y su latón con
carbón hirviendo para fundir las barras de plomo o estaño y con su tono
especial llamaban la atención de los vecinos para la reparación de palancanas,
tarteras, sartenes, macetas… y que al grito de “El hojalatero, se arreglan
palancanas, ollas, cazos y todo tipo de hojalata.
Sin duda alguna a quien más llamaba la
atención este pregonero tan especial era a los niños que con curiosidad
observaban anonadados al artesano de la hojalata como avivaba el fuego en su
latón, sentado ante la curiosidad de tan extraordinario público, ávido de
conocer todos los pormenores de dicho oficio.
El hojalatero con toda la paciencia del
mundo comenzaba a reparar los encargos de los vecinos que en
aquellos tiempos eran muchos, pues la precariedad económica hacía arreglar
todos los utensilios que se hubiesen dañado. Muchos de ellos eran heredados de sus
padres e incluso abuelos o bisabuelos, pues en aquellas épocas todo se
reutilizaba.
Los tiempos han cambiado mucho, hoy en día
se reemplazan con frecuencia por otros útiles más modernos o bonitos. En los
comercios encontramos todo tipo de instrumentos y ya no reciclamos nada, todo
ha de ser moderno y práctico.
El hojalatero sentado bajo la atenta
mirada de los niños que observaban alucinados, o de los propietarios de tan
estimados enseres, comenzaba por fundir el estaño para remendar los agujeros de
las ollas y otros enseres de latón. Entre los objetos fabricados por ellos se
encontraban los candiles de aceite y petróleo, faroles para los coches
antiguos, orinales, yelmos y espadas, cántaros, se arreglaban barreños y otros muchos artículos.
Recientemente hablaba con el hijo de
Severino, uno de estos artesanos hojalateros y con gran cariño me dijo: - Mira
Gilda, mi padre siempre me decía “ yo con este oficio no me he hecho rico,
hemos vivido humildemente, pero nunca os ha faltado nada, he tenido la mayor
riqueza que el ser humano puede tener, la libertad, he sido libre, libre como
un pajarillo, no he tenido a nadie que me diese órdenes, que me dijese que y como
hacer las cosas, y eso no tiene precio, es la mayor riqueza que el ser humano
puede tener”.
Este oficio por lo general se aprendía de
generación en generación, de padres a hijos y muchos ya a los doce años eran
auténticos maestros en la materia, ya podían comenzar a ganarse la vida con la
hojalatería.
Las mujeres sacaban sus utensilios para
ser arreglados, pero antes comenzaban el regateo “¿Cuánto me vas a cobrar?
Porque si vale más que comprar uno nuevo, no me merece la pena arreglarlo. El
artesano le pedía cinco pesetas, ella que si tres y así llegaban a un acuerdo
económico que se quedaba en la mitad como decían al sellar el trato, ni para ti ni para mí, dame cuatro, aunque pierdo dinero. Y se hacía el arreglo.
Tapaban los agujeros de los pucheros con
estaño, primeramente, le daban un poquito de ácido y después ponían el estaño
con el calor. El arreglo duraba toda la vida si se conservaba en condiciones
adecuadas.
También arreglaban tiestos o macetas
poniendo un trozo de alambre metálico para que no se abriese la grieta.